El beneficio de la discordia
A propósito de La batalla de los géneros
Juan Vicente Aliaga
Un título
obliga a mucho. Y lo digo a sabiendas de que se trata de una forma comprimida y
por ende reductora de lo que se pretende comunicar. Así, encabezar un proyecto
expositivo con el término “batalla” no es una elección caprichosa o baladí, ni
siquiera una simple metáfora. Ha sido un término escogido a conciencia para
aludir al aluvión de contestaciones sociales de distinta tipología que se
produjeron sobre todo en los setenta contra el orden fálico establecido. Me
refiero a un clima, en bastantes casos, de verdadero enfrentamiento con las
estructuras machistas y quienes las ponían en práctica día a día. Fue aquél un
periodo proteico en manifestaciones de crítica al orden patriarcal pero no
brotaron de pronto sino que tuvieron al decenio anterior como antesala y
laboratorio de experiencias individuales y colectivas, tras años de cerrazón
consolidados mediante el orden moral y mental fijado tras la segunda guerra
mundial. Estamos sin duda ante un marco temporal –el de los setenta- inigualable por la diversidad e intensidad de
actos, gestos, respuestas y aportaciones a una visión del mundo en absoluto
homogénea, aunque hubiera, eso sí, una base común compartida en el deseo mismo
de cambio social, impulsado por muchas mujeres impregnadas del ideario del
movimiento feminista. Unas mujeres que rompían en grados y formas diferentes
con el status quo machista,
haciéndose visibles, transformando la realidad.
Antes de
adentrarme en mayores honduras quisiera dejar claro que La batalla de los géneros no pretende reactivar ni reavivar esa
concepción falazmente vengativa que el discurso sexista ha querido promover de
una lucha de sexos. En ese quimérico combate el sujeto llamado débil
contraatacaría con armas aviesas y se opondría al sujeto considerado fuerte,
vengándose cual furiosa euménide cercenadora de pene. Esta lectura, además de
caricaturesca, es profundamente machista y retrógrada. En este proyecto que se
traduce en un catálogo y también en una exposición, no hablo de sexos
entendidos en su dimensión anatómica y biológica. Soy consciente de que las
formulaciones sobre la diferencia sexual
sustentada en la presencia de órganos distintos y en la hipervaloración del
componente reproductor como vara de medir para establecer distinciones
sociales, comportamientos y actitudes ante la vida, amén de visiones del mundo
discordantes, siguen teniendo muchas partidarios. Entre ellos se cuentan, en
distintas esferas y a día de hoy, no sólo los representantes más acérrimos de
la Iglesia católica y de los sectores inmovilistas de distintos países y
culturas, sino intelectuales del fuste de Françoise Héritier, Sylviane
Agacinsky, Gilles Lipovetsky, en Francia, Catherine McKinnon, en Estados
Unidos, Fernando Savater, en España. No ignoro que los matices importan y que
no es equiparable el discurso recto y oficialista del papado con algunas
piruetas epistemológicas de los nuevos antropólogos de la diferencia de sexos.
En algunos casos la teorización de la diferencia sexual ha llevado a terrenos semejantes a los
argumentados por el feminismo de la diferencia en su defensa del orbe simbólico
de la madre, como elemento claramente diferenciador de dos sexos totalmente
opuestos, fijados y anclados en su misma e irreconciliable disimilitud. Estas
formulaciones, de algún modo, han avalado la hipótesis de la existencia de
estructuras, creaciones y formas lingüísticas propias de cada sexo, fruto de
una psique organizada de modo separado
(Luce Irigaray, Helene Cixous), que en el caso de la mujer se plasmaría en una écriture féminine de sensibilidad
netamente desbordante, apartada del rigorismo masculino.
Asumir que
las diferencias morfológicas y orgánicas entre mujeres entre sí respecto de los
hombres dan pie a esencias inscritas en la naturaleza equivale de alguna manera
a nivelar a todos los sujetos incluidos
en la categoría mujer, y a todos los de la categoría hombre, que quedan
uniformizados por igual en lo relativo a la estructura mental, la forma de
pensar, la capacidad de actuar,,,. Por otro lado, además de esta forzada
equiparación conducente a remachar la idea de una identidad femenina o
masculina, se excluye asimismo de las normas citadas a todo aquel individuo
intersexuado o en transformación transgenérica.
El cuerpo
es una posibilidad y una realidad también, que se concreta y se nombra (se
activa sobre todo desde el momento en que es nombrado como materia
inconfundiblemente masculina o femenina al nacer) de determinada manera en
función de valores, reglas, constricciones e interdictos sociales y culturales.
Cada sujeto, independientemente del sexo fijado socialmente (el sexo es una
asignación y nada tiene de natural, al margen de que un cuerpo disponga de
útero, otro de testículos, y otro, verbigracia, de senos y pene a la vez),
porque la experiencia del cuerpo está unida a muchas otras consideraciones,
percepciones y sujeciones de tipo cultural, social, político. El término sexo
no me parece útil, y suscribo lo que ya anticipó Judith Butler al respecto,
aunque no se me escapa el enorme peso y visibilidad social de que goza en distintas culturas y también
que algunas artistas presentes en esta exposición lo emplearon profusamente
(verbigracia Judy Chicago, Carolee Schneemann) para acentuar las supuestamente
insalvables disimilitudes entre varones y mujeres. Y en ese sentido y dado que
este texto trata de poner los cimientos en que se apoya la exposición La batalla de los géneros –ésta descansa
en un marco temporal aproximado, el de los años setenta en distintos países y
en las prácticas artísticas generadas vinculadas a planteamientos de género-,
creo que es conveniente reconocer que en ese decenio pocas eran las voces que
disentían de las categorías sexuales de mujer y de hombre como estructuras
separadas. Dicho esto, mucho más valioso y provechoso se me antoja la aparición del concepto de género puesto en valor por feministas
tales Sherry B. Ortner y Harriet Whitehead en Sexual Meanings. The Cultural Construction of Gender and Sexuality
(1981)[1] y por Joan W.
Scott en su Gender and the Politics of History[2]
(1988), aunque interpretado de distintas maneras y prismas. Debo precisar que
el propio concepto de género arrastra asimismo una historia y un tiempo y que
en sus inicios en los sesenta y setenta se utilizó para ser aplicado
exclusivamente a las mujeres como colectivo maltratado y subordinado. Con ello
se omitía que el hombre forma parte también de una categoría que requiere
igualmente ser diseccionada y estudiada desde una óptica de género (en el
ámbito universitario estadounidense se habló en un primer lugar de women´s studies; posteriormente se acuñó
otra terminología, entre la cual destaca el vocablo de gender studies). Bien es cierto que durante largo tiempo los gender studies centraban las
investigaciones en el estatus de las mujeres, hasta entonces excluido en la
historia. Los hombres, en bloque, eran percibidos como el género opresor,
causante de los problemas innúmeros de las mujeres, sin tener en cuenta que la
violencia ejercida por la sociedad machista también perjudica a los hombres,
aunque la peor parte se la llevan sin duda las mujeres. Esto parece inapelable
a la vista de la ingente casuística de violencia de género habida hoy en
distintos países, inclusive considerados avanzados como las naciones
escandinavas. El conjunto de los hombres, en su diversidad, y aunque no sean
plenamente conscientes de ello, también acusan y padecen las imposiciones
sociales de la construcción de género, verbigracia y por poner sólo un ejemplo
el hecho de que el vasto y fundamental campo de las emociones, de los
sentimientos, se vea incompatible con la idea enaltecida de la hombría. Esto
parece a todas luces una clara amputación psicológica, una merma mental y
sensitiva que dificulta sobremanera la realización personal del individuo. Esta
es uno de los muchas circunstancias en que el sujeto llamado masculino recibe
un daño continuo, reiterado en muchos ejemplos de la cultura popular de masas, y cito
solamente, y por no extenderme, el muy socorrido pero no menos real, presente
en la música pop, que refuerza la idea
de que los chicos no lloran pues tal
comportamiento es propio de débiles, mujeres, nenazas, afeminados, o maricas.
Este tipo de incisivos y oprobiosos discursos se repite hasta la saciedad incluso
en tiempos falsamente liberados o desprejuiciados como los actuales que
muestran a un hombre que ya ha empezado a ser percibido también como realidad
material, es decir carne o cuerpo. Un cuerpo que se luce, que se exhibe, que es
consumido y devorado visualmente en anuncios y otras publicidades, aunque
todavía predomina la exposición de carne femenina. ¿Es esta la igualdad de
trato por la que tantos esfuerzos se han hecho en la sociedad capitalista de la
información?
Si
aceptamos el aserto y la premisa de que las mujeres son siempre víctimas y los
hombres victimarios –un hecho indiscutible en muchos casos, situaciones y
países- pero no siempre cierto (hay también algunos hombres que han sido
violados), se puede caer en el peligro de acentuar un esquema inamovible y
alicorto, además de inmovilizador. Esta lógica es la incluida en algunas
perspectivas convencionales respecto del género. Es importante por ende ampliar
el horizonte de análisis. En ese orden
de cosas parece mucho más provechoso el análisis de las reglas y normas
vinculadas al género, es decir, a la llamada feminidad y masculinidad, y a lo
que se considera propio o impropio de la mujer y del hombre, teniendo en cuenta
que el trasvase de valores y características, mal que pese a algunos, existe en
la práctica: se comprueba cotidianamente en el ámbito de la experiencia y de la
vida cotidiana. Esto por supuesto no
supone negar que las barreras de género resultan para muchos insalvables e
incuestionables. Sería inoperativo, amén de falso, olvidar que el conjunto de
problemáticas apuntadas repercuten tanto en las personas que se sienten a gusto
bajo la denominación de mujer, como en aquellas conformes con la de hombre
También influyen en quienes desestabilizan dichas categorías, por razones de lo
que algunos denominan, con brutalidad, disforia de género y por la obsesión
policial por definir y determinar el sexo “verdadero” que tiene la clase y que
se aplica todavía hoy al sujeto intersexuado [3] tras el
nacimiento, a veces con el uso de cirugía irreversible. Obviamente las normas
de género también impregnan al sujeto que modifica su cuerpo y su conducta,
entre otros, los y las transexuales, que toman la decisión de introducir
cambios y reasignaciones en su anatomía, en su masa muscular, en su voz y en su
comportamiento.
Viene a
cuento de lo dicho una reflexión y una sustanciosa controversia entre Rosi
Braidotti y Judith Butler en 1994, a propósito del género y de su utilización
por parte del feminismo. Frente a Rosi Braidotti que consideraba en líneas generales que el
género despolitiza el feminismo y que por consiguiente no era una categoría
defendible, Butler y otras pensadoras (Gayle Rubin, Carol S. Vance..) reafirman
la importancia del concepto de género, aunque fuese descomponiéndolo (undoing)[4] de su posible
rigidez. Volver a mirar el género significa que el feminismo puede ampliar sus
intereses políticos e ir más allá de la asimetría de género, con la intención
de añadir e incluir otras variantes como la noción de geografía, territorio,
país, raza y religión. Son estos conceptos que afectan, y se imbrican, con el
de género. Un ejemplo puede clarificar lo dicho: no es equiparable la realidad
política y el status social de los transexuales en un país musulmán que apenas
cuenta con reconocimiento oficial y fronteras en la comunidad internacional
como Palestina, continuamente acosado por las tropas israelíes, y en el que la
impronta del integrismo hace mella en las ideas ortodoxas sobre la sexualidad,
que las y los trans que viven en Holanda o Suecia. Tampoco es comparable la
situación de dependencia económica de muchas mujeres en Pakistán con la de sus
congéneres en Alemania o Argentina, lo
que no elimina otras diferencias o circunstancias temporales como el hecho de
que en el país del cono sur durante las votaciones en las elecciones se
pretende marcar, de forma un tanto chistosa y ridícula, el género mediante la existencia de urnas de color rosa o azul.
Recupero
ahora la disputa intelectual entre Judith Butler y Rosi Braidotti.
Habla la
segunda:
“la
oposición al género se basa en caer en
la cuenta de las consecuencias de las desastrosas políticas institucionales.
Por ejemplo, en su contribución al primer número de European Journal o Women´s
Studies Diane Richarson y Victoria Robinson revisan la continua controversia en
relación al nombre de los programas feministas en las instituciones. Señalan
específicamente que las propuestas feministas han sido absorbidas por los
estudios sobre la masculinidad, lo que trae como consecuencia que los fondos
destinados a los puestos en las facultades de carácter feminista se transfieren
a otros. Ha habido algunos casos en los Países Bajos también de puestos
anunciados como gender studies que
han sido repartidos entre los “chicos inteligentes”. Algunas de estas absorciones, controles o dominios
competitivos tiene que ver con los estudios gays. De especial significación
sobre esta discusión es el papel de la editorial mayoritaria Routledge que en
nuestra opinión es responsable por promover el género como una forma de socavar
la radicalidad del programa feminista. Favoreciendo mercantilmente los trabajos
obre la masculinidad y sobra la identidad gay masculina en su lugar (…)[5]
El
comentario de Rosi Braidotti en estas palabras en 1994 demuestra a mi juicio un
enfoque equivocado. Reprocha desmedidamente a los gender studies que sirvieran de tapadera en realidad a estudios
sobre la masculinidad y acerca de la homosexualidad, como si estos no pudieran
funcionar también como plataforma de debates sobre el orden fálico –¿acaso
tiene algo de negativo que tales estudios se manifiesten y crezcan?- La
reflexión de Braidotti denota cierto inmovilismo pues adjudica a las mujeres
toda la carga crítica, sin pensar que también los varones pueden contribuir a
ponerla de manifiesto. La autora de Nomadic Subjects [6]viene a decir
que un hombre no puede ser feminista ni por tampoco cuestionarse a sí mismo. Y
que toda mujer, que así se considere, actúa consciente de un deseo de
transformación. Ambos asertos son perfectamente fáciles de rebatir y de poner
en tela de juicio. Que en la praxis haya pocos hombres que hipotequen los roles
sexuales y el poder de base masculinista no significa que no sería deseable que
los hubiere, si de verdad se pretende erradicar el orden fálico establecido. El
feminismo no podrá convertirse en un ideario de cambio si no incluye a los
hombres. Por ello, afirmar que los gays en bloque pretenden desbancar las
propuestas feministas y apropiarse de algo que no les pertenece parece un
desatino. Por otro lado, de alguna forma, se vendría también a presuponer que
las mujeres feministas son incapaces de defender por sí mismas sus principios e
ideas. Esta conclusión, de ser cierta ,me parecería no sólo un despropósito
sino una forma de subestimar a dichas mujeres. Conviene por tanto no confundir
algunos casos concretos, de política
universitaria y distribución de fondos públicos para la docencia y la investigación, sea en Holanda o en otros
lugares, con un principio fundamental: el triunfo del feminismo no podrá
llevarse a cabo totalmente sin el concurso de los hombres. Por mucho esfuerzo
que ello cueste pues es obvia la
resistencia que muchos hombres presentan a la hora de desistir de un contumaz
ejercicio sexista y machista del poder.
Probablemente
estas reflexiones de Rosi Braidotti dimanan de su apología de la diferencia
sexual, sustentada entre otros aspectos en la lectura de Luce Irigaray y una
visión anclada en una perspectiva obsoleta del psicoanálisis y en la
sobrervaloración de las estructuras lingüísticas. A esta perspectiva teórica
Butler le achacó que la idea psicoanalítica de lo simbólico que defiende Braidotti excluye los posibles
cambios y alteraciones, fruto del empuje de los movimientos sociales.
He hecho
hincapié en estas observaciones para indicar que, sin querer magnificar y sobre
todo fosilizar, el concepto de género, que es sin duda una categoría que ha
sido leída de distintas formas y que es por tanto cambiante, ampliable y transformable, su función operativa sigue
siendo válida. Óptese por la interpretación que hizo Monique Wittig de que en
verdad sólo parece lícito hablar de un género, el femenino, y de que no existen
dos porque todo lo demás corresponde al imperativo masculino general, abstracto
y universal[7],
o se decante uno por otras hermenéuticas, se me antoja una herramienta
analítica de primer nivel. De ahí que ese concepto rece en el título de este
proyecto. A continuación y con la apoyatura de la argamasa teórica propuesta me
meto ya en harina en relación al comisariado de La batalla de los géneros para el Centro Galego de Arte
Contemporánea (CGAC).
Para quien
visite, y analice lo expuesto, en Santiago de Compostela tal vez la primera
sorpresa que puede encontrarse es que La
batalla de los géneros trata de
evitar ser una exposición feminista al uso, clásica. Dicho esto sin el menor
menosprecio en esta expresión, pues se incluyen obras de arte realizadas tanto
por mujeres como por hombres, aunque predominen abundantemente las primeras.
Alguien podría objetar que en un proyecto de este tipo con una base claramente
histórica- los setenta- aunque con algunas licencias temporales (la primera
obra que puede verse data de 1963 y es de Faith Ringgold y la última de 1982 y
es She de Tina Keane, no es de recibo
que se hayan incluido trabajos producidos por varones, dado que este proyecto
se enmarca en la fundamentación teórica
y política del feminismo y por ende no ha lugar que haya artistas varones.
Estoy convencido de que una reflexión semejante estuvo en la base y en el
nacimiento de los prolegómenos conceptuales de
exposiciones de calado como Inside
the visible. An elliptical Traverse of 20th Century Art. In, of, and from the
feminine (1996) y Wack! Art and the Feminist Revolution
(2007), por nombrar dos de las de mayor envergadura e impacto[8]. En esta segunda, Connie Butler[9] optó por no
incluir hombres con el siguiente razonamiento: tras haber hablado con Catherine
de Zegher que lamentaba a posteriori que no hubiera habido varones en su
proyecto Inside the Visible, y tras
diversas consultas con artistas que participaron del proyecto de Los Ángeles,
decidió que éste fuese “women only” sobre la base de que las mujeres habían
sido las pioneras en la configuración de un movimiento tan transgresivo como el
feminista, unas para aceptar sus postulados, otras para discrepar de los
mismos.
Sin duda
nadie objeta el carácter pionero de las mujeres en un contexto altamente
politizado de los sesenta y setenta que
tuvo como enseña estrella, entre muchas otras, la reivindicación capital y
trascendente de que lo personal era materia política. Me refiero a un
movimiento de mujeres integrado por distintos colectivos y asociaciones que de
algún modo estuvo también impregnado, y que se inspiró, de las luchas por los
derechos civiles en Estados Unidos. Sin negar este carácter innovador del
feminismo no puede orillarse el papel de zapa de los estamentos sociales que
también desempeñaron algunas movilizaciones sociales habidas a finales de lo sesenta como las del movimiento gay y
lésbico, en Estados Unidos y después en Gran Bretaña, Francia, Holanda, España.
Y en este tiempo de rupturas se ha de añadir la corrosiva crítica cultural e
intelectual procedente de la actividad de los estudiantes que echaron pestes
del autoritarismo profesoral y policial en Alemania, Francia, Holanda México,
etc. Este flujo de disenso político
contribuyó a la necesidad de cambio, aunque en algunos casos la izquierda
reprodujera pautas sexistas y misóginas.
Por ello,
para enlazar con lo expresado en las dos exposiciones citadas ut supra, es de perogrullo resaltar las
tareas acometidas por las distintas organizaciones feministas en un amplio
esfuerzo colectivo por doblegar el recalcitrante machismo de la clase política,
el de los medios de comunicación y el palpable en un sinfín de esquemas
mentales promovidos entre otros en las pantallas de cine. Que todavía alimentan
el imaginario general con ideas de género harto tradicionales. Sin duda, ese
empeño de los distintos sectores feministas es ímprobo. A nadie le pueden doler
prendas por reconocerlo, de la misma forma que parece a todas luces irrefutable
que en el seno del feminismo anidaban tendencias, corrientes y pensamientos
dispares y a veces enfrentados. Esta situaicón no es en absoluto incompatible
con el hecho de que en el ámbito del arte (también en otras esferas del
pensamiento y la creación) hubo, aun escasos en número, algunos artistas
varones que también empezaron a poner en solfa los valores recibidos,
particularmente en lo relativo a su presencia en sociedad, a los que se alanceó
y tildó de afeminados por su forma de vestir,
de comportarse, de vivir, de compartir. En ese sentido junto al trabajo
absolutamente primordial de artistas tan diversas entre sí como Martha Rosler,
Louise Bourgeois, Suzanne Lacy, Annette
Messager, VALIE EXPORT, Sanja Ivekovic, Mónica Mayer y muchas otras que
problematizaron y arremetieron, ora sin contemplaciones, ora con sutileza, la
imagen cosificada y objetualizada de la mujer en los medios de comunicación,
que hablaron de la sexualidad propia, o que atacaron el sistema machista y la
violencia perpetrada mediante la violación, entre muchos otros elementos de
sustancia, hubo algunos artistas como Urs Luthi, Jürgen Klauke, Pierre
Molinier, que hicieron trizas la representación de las normas y corsés de
género que también inmovilizan al sujeto llamado masculino. Y subrayo este
aseveración. Algunos de estos artistas que participan en La
batalla de los géneros expusieron su obra en Suiza, Austria y Alemania en
1974 y 1975 en el pequeño periplo suscitado por la muestra Transformer: otros, cuya estética responde a planteamientos del
mismo tenor (Samuel Fosso, en la República Centroafricana, Carlos Leppe en
Chile, Carlos Pazos y Juan Hidalgo, en España…), en cambio no fueron incluidos
en la famosa exposición que orquestó el crítico suizo Jean-Christophe Amman,
probablemente por desconocimiento o carencia de información, pero no por ello
dejaron de aportar una visión disconforme con lo normativo, que el tiempo y los
estudios recientes sobre género, sexualidad y arte, permite evaluar y sopesar,
con lo que ello supone de modificación o ampliación al menos parcial del canon
recibido en el arte de las neo-vanguardias.
Conviene
ofrecer algunos datos contextuales. Sin duda, junto a la revolución feminista
que se fraguaba en Estados Unidos pero que tuvo eco, y voz propia en algunos
casos, amén de aspectos políticos peculiares, en Europa, respecto de la
presencia de la mujer en el espacio público, asomaban, vehiculado en parte en
la cultura de masas, algunas señales de disconformidad que se materializaron
especialmente en la música. También se produjeron signos de cambio, aunque
fuese un terreno más minoritario que la música, en lo que se denominaba en
aquellos años artes plásticas, aunque fuesen la performance y la fotografía las
técnicas empleadas en la que se dieron las rupturas mayores respecto de la
representación del trasvase entre lo femenino y lo masculino. En la exposición Transformer confluyeron ambos mundos.
Así, el listado de artistas estaba acompañado de referencias a Brian Eno, Lou
Reed (y no sólo por el título de la canción que es el mismo de la muestra),
David Bowie, New York Dolls, etc. De hecho, en el catálogo se publicó un texto
de Patrick Eudeline en francés de
elocuente título: “Le phénomène du travesti dans la Rock Music”. Más adelante
abundaré sobre el sentido del equívoco y confuso término travesti, frecuentemente usado en los setenta y que hoy parece demodé.
Tal vez
pueda pensarse que la música por ser una actividad creativa de orden lúdico, en
muchos casos dirigida y consumida enfebrecidamente por sectores juveniles, ha
de conllevar un mensaje contestatario y rebelde per se. Esta afirmación no es de recibo: si se diseccionan con
seriedad y rigor las letras de muchas canciones y temas; si se estudian al
detalle los gestos y visajes de los cantantes y bandas en el escenario o ante
las cámaras; si se observa la estética que les arropa, el glamour que
desprenden, las declaraciones efectuadas en revistas y magazines, se puede
colegir que a menudo esta pléyade de signos traducen un sexismo indisimulado,
apenas encubierto, que está todavía hoy a la orden del día. Por ello, el cambio
visual y formal y de consecuencias en el
quebrantamiento de la moral pública que de alguna manera destilaba del
glam-rock tiene su mérito. Ofrece asimismo una alternativa audaz a la zafiedad
y al conservadurismo de otras manifestaciones musicales. Estamos, sin ánimo de
magnificarlo, ante un movimiento musical de vida relativamente corta que se
llamó en España Gay Rock, tal y como
lo estudió Eduardo Haro Ibars[10], aunque
algunos de sus protagonistas no fueran homosexuales. Sin embargo, en los
setenta la homosexualidad era un tabú absoluto.
A
principios de esa década los escenarios de Londres y de algunas ciudades
norteamericanas hicieron un hueco al maquillaje desaforado, a las poses
delicuescentes y al amaneramiento gestual.
No deja de
resultar paradójico que entonces muchas mujeres feministas rechazaban el
maquillaje como un indicador de la presión social, del adocenamiento, de la
alienación cosmética, de esa obligación tácita y/o explícita por estar bellas.
Artistas de distintas partes del planeta como Eleanor Antin con su vídeo Representational Painting, 1971, o Ana
Mendieta con Facial Cosmetic Variations,
1972, Sanja Ivekovic con su Make-Up, make down, 1978, o Ewa Partum en su performance Change. My problem is a Problem of a Woman,
1979, han cuestionado la ecuación mujer= objeto bello. En los mismos años
algunos hombres tales Michel Journiac, en Francia, Urs Luthi, en Suiza, o
Carlos Pazos en la España franquista, se ponían maquillaje, se pintaban los
labios, se rizaban las pestañas justamente por las razones opuestas, tratando
de romper un interdicto: la connotación afeminada de una estética que chocaba
con la ortodoxia del atuendo convencional. Un recato en el vestir que se
presuponía a todo comportamiento varonil que se preciara.
Obviamente
las artistas feministas y los autores nombrados, en aquellos tiempos
clasificados como representantes europeos del
art corporel o al body art, partían de presupuestos y de
experiencias disímiles. El problema no estribaba en el maquillaje o en las
ropas descocadas, atrevidas y chillonas sino el uso que de las mismas se ha
hecho consuetudinariamente asociado a estrictas reglamentaciones de género que
la industria y el mercado han impulsado y refrendado a lo largo de los años.
Unas reglas tácitas que, de no
obedecerse, reciben sanción social o condena en forma de desprecio, escarnio,
estigma o mofa.
David
Bowie fue probablemente uno de los ejemplos más sobresalientes de camaleonismo
musical que con su imagen andrógina, levemente travestida y sus aires
espaciales, tuvo que enfrentarse a la agresividad de un público formado por
“mascachicles de cabeza rapada”[11]. Su contumacia
y empeño le hizo cosechar algunos éxitos y convertirse en un verdadero icono
que se confesó homosexual en 1972 pero del que parecen más creíbles historias
de bisexualidad, acrecentadas sobre todo
a raíz de la publicación del álbum Ziggy Stardust, título referido a su
celebrado alter ego alienígena.
Siguiendo
los pasos de Marc Bolan y sus trajes de leopardo y boas de plumas, Bowie
encarna una estética influida por el
mimo británico Lindsay Kemp –que fue un gran éxito en la España de los ochenta-
y también por las drags del mundo de
Andy Warhol que Bowie descubrió en Nueva York.
Dicho esto: ¿ pero qué aportaba el glam
rock y por qué le concedo esta significación?
Por un
lado, se ponía el acento en la importancia de un conjunto de elementos
aparentemente superficiales, el atrezzo
para decirlo con brevedad, que en una sociedad capitalista de la apariencia y
del culto al espectáculo es asunto fundamental. Por otro lado, se incorporaba,
se daba visibilidad y se hacía guiños a la homosexualidad que había sido
despenalizada poco antes en Gran Bretaña en 1966 pero que era mal vista tanto
en ese país como en muchos otros. Importa recordar que la homosexualidad y el
lesbianismo habían sido medicalizados, patologizados y criminalizados, también
en el ámbito de la psiquiatría, como se colige del estudio de David Cooper La muerte de la familia[12].
En él se hace eco del intento de convertir a los homosexuales en rectos y
probos heterosexuales mediante aversivas terapias de electrochoques.
La
significación de Bowie y de otros representantes del glam-rock reside en que mediante la performance continuada, en sus
actuaciones musicales confundidas con su vida real trasladada a los medios de
comunicación se ofrecía a muchos jóvenes
la posibilidad de ver que la maleabilidad sexual y de género podían darse. Un hombre podía ser
tierno, amanerado, atractivo, femenino. Para algunos la vida era igual a una
continua mascarada.
Dicho esto
vuelvo de nuevo al catálogo de Transformer
donde se trató de definir el concepto de travesti. Según Martine Lanini:
“Lo que
entiendo por travesti no es el personaje que busca, por todos los medios,
identificarse con la mujer, de la que finalmente se convierte en un simulacro;
el travesti es aquel que existe por si mismo, personaje encrucijada de fuerzas
esenciales del que es por el hecho mismo de su ambivalencia, la síntesis”[13]
Se deduce
de esta reflexión la incomodidad hacia el travestismo. Una incomodidad que se
daba en aquellos años en distintos cenáculos de concienciados/as militantes o
afines a algunas ramas del movimiento feminista a la hora de abordar el
fenómeno, en aquellos tiempos vinculado al mundo de cabaret y de los clubs de
mala nota en España (la televisión no era terreno propicio) de los
transformistas o travestis, como se decía entonces. Gentes que tenían mala fama
por imitar o remedar gestos de la mujer y dar por consiguiente una caricatura o
mala imagen de ella. El travestido era por ende un hombre que copiaba
defectuosa y burlonamente a la mujer verdadera. No se concebía al parecer que
hubiera mujeres vestidas con ropas de hombre ni que ello, de darse, pudiera
suponer un menoscabo para la imagen del omnipotente varón. De alguna manera
quienes en algunas plataformas feministas (no en todas, por descontado)
esgrimían dicha crítica estaban dando por sentado, quizá sin percatarse, de que
la mujer constituía una suerte de esencia, de modelo único, y no, como ha
argumentado espléndidamente Judith Butler en Gender Trouble. Feminism and The Subversion of Identity, 1990, una
construcción social y cultural de la que no existe original. Por ello cualquier
imitación, reproducción o performance de un transformista o drag no sería sino
una actuación inscrita en un ciclo de reiteraciones. El travestido que se
trasforma en una cantante de fama sea Judy Garland o Rocío Jurado no es por
supuesto una pálida imitación de una autenticidad que responde a uno de los
nombres aludidos, por seguir un ejemplo. Estamos ante un juego de copias,
ficciones y de máscaras que también repercutirían, de vivir, en las dos figuras
nombradas pues dichas personas también inscribían su comportamiento en una red de parodias resignificadas y
cambiantes.
Para la
autora del texto de Transformer
el travesti encarna la creatividad
permanente. Su existir supone de alguna manera la historia de la perturbación
total de los valores a la que se asistía en un periodo de crisis y de conmoción
cual fue los setenta, con la guerra de Vietnam de fondo y la sublevación de
mayo de 1968.
A través
de la expresión excesiva y desmesurada Martine Lanini afirma que existe una
analogía entre lo que el travestí representa y la idea de que el mundo es una
inmensa mascarada, una magistral farsa.
Huelga
decir que en el argumentario que destilan los distintos artículos de que se
compone el mentado catálogo suizo no se hace referencia al concepto de género
performativo, que voy a utilizar a renglón seguido aunque pueda aplicarse a la
obra fotográfica de Urs Luthi, Luciano Castelli, Luigi Ontani, Katharina
Sieverding, Pierre Molinier presentes en Transformer.
Algunos de
estos artistas están también en La
batalla de los géneros. Sus producciones son excepcionales pues ayudan a
socavar los cimientos de la masculinidad hermética, cerrada y también sin duda los de la
feminidad, que han sido percibidas en el orden fálico como estructuras binarias,
monolíticas, separadas y opuestas pero que estos artistas muestran
interconectadas, difusas, porosas. Y lo hicieron con la conciencia de que el
cuerpo en actuación, en acción, era el eje de su propuesta. Un cuerpo sexuado,
rompedor con el que se explora la identidad, el placer, el poder atribuido al
sujeto, a la par que se contraviene las expectativas sociales habidas en torno
a la virilidad.
En ese
sentido he tratado de articular en la exposición La batalla de los géneros, una serie de apartados o secciones que ordenan
el recorrido conceptual del proyecto, a sabiendas de que las obras incluidas en
cada agrupamiento podrían haber sido otras. En ese sentido en cualquier
exposición se ha de contemplar el espacio disponible y los condicionamientos
respecto del préstamos de las obras y de las dificultades que ocasiona
organizar una exposición de esta envergadura. La primera sección a la que me referiré gira en
torno a la performatividad y género.
Este
segmento trata de evocar un conjunto de aspectos como el uso heterodoxo de la
indumentaria y las vestimentas que hipotecan la asociación tradicional entre lo
masculino y lo femenino y su visibilidad pública pero que también traducen una
perspectiva política disconforme con las reglas del juego. Entraré en detalle.
He escogido las obras de pequeño formato de Cindy Sherman procedentes de la
serie Bus Riders (1975-2000) y Murder Mysteries, porque amplifican el
conocimiento habitual que se tiene de los archiconocidos Film Stills de Sherman, en donde la artista interpreta, mediante
poses, gestos y ropas, fragmentos del imaginario colectivo cinematográfico y
publicitario relativo a la feminidad. En la fotografía de Bus Rider Sherman en cambio elige la masculinidad como materia de
estudio, presentándose con atavíos varoniles, abierta de piernas con un actitud
fatigada, ruda, displicente. Con esto ejemplo, la artista da a entender que
como apuntaba Richard Dyer[14] la histeria
fálica, producto de un deseo de probar la virilidad, puede ser reproducida,
teatralizada y parodiada, ya que los aderezos de la misma vienen dados en parte
por la ropa que cubre el cuerpo y los
signos gestuales que pueden ser repetidos por cualquier sujeto, al margen de la
anatomía y el sexo con que ha sido adscrito y definido socialmente.
He
empezado con Cindy Sherman porque la circulación comercial e internacional de
su obra es innegable aunque, por causas no imputables a ella misma, las
propuestas fotográficas de base performativa que ella realizaba en su estudio
han eclipsado la de otros artistas que trabajaban en el mismo periodo sin
conocerse entre sí y por ende libres de una posible influencia. Me refiero en
particular al artista francés Michel Journiac cuya obra ofrece un espectro
envidiable en lo que se refiere a la adopción
de roles y registros sociales: el artista en distintas series
fotográficas, verbigracia en 24 heures de
la vie d´une femme ordinaire, 1974, interpreta distintos momentos de un
mismo papel: el del ama de casa que hace la colada, de la mujer que ficha en el
trabajo, de compradora de tampones, de
atenta esposa y amante de su marido… El talento camaleónico y subversivo de
Journiac le hizo cuestionar a la sacrosanta familia heterosexual, figurando
junto a su de madre y padre, como alter
ego de sus progenitores, vestido con sus ropas en un Hommage a Freud. Constat critique d´une mythologie travestie (1972). Con esta obra desarbolaba las teorías
del autor de La interpretación de los
sueños. Para lograr la superación del complejo de Edipo, las reglas por las
que funcionaba el tríangulo familiar obligaban a que el hijo deseara a la
madre, y se identificase con el papel
paterno del que a su vez se abominaba. En el caso de que el hijo se sintiera
atraído por el padre el peligro homosexual se instalaba y el complejo de Edipo
no se cumplía ni resolvía, cuestión
imperativa según Freud para alcanzar la madurez que rechazaba de plano
Journiac[15]
En L´inceste, 1975, Journiac llevó más
lejos todavía el poliédrico despliegue de mascaradas representándose como hijo
mirón que se inmiscuye en un lío de adulterio. Journiac domina el role play: el
padre y su amante que es a la sazón el hijo, de sexo masculino y amante, tres
papeles a la par, todos ellos encarnados por el artista; interfiere entre su
madre y su amante, papel desempeñado por el hijo que en este caso hace de chica
y de amante. Estamos ante una reinvención del incesto que podía ser homosexual,
lésbico y también heterosexual y que desbordaba las acotadas previsiones
imaginadas por Claude Lévi-Strauss. Las posibilidades performativas sobre el
género que exploró Journiac van más allá del simple cross-dressing. Sus implicaciones sociales son devastadoras para la
rigidez y estulticia del paradigma heterosexista y para las normas de
parentesco familiar.
En esta
sección de La batalla de los géneros
se incluyen también los trabajos ambiguos y sutiles en los que se confunde
rostros de mujer y de hombre elaborados por
Urs Luthi (My Face behind Ecki´s
Face, 1974) y los del español Carlos Pazos. Disconforme con las
constricciones que los varones heterosexuales sufrían también para probar y
demostrar a toda hora su virilidad, se retrató para la revista barcelonesa
Bazaar en poses que los machos más obtusos de entonces consideraban propias de
nenazas. En la intimidad (1977) lo
muestra siendo acicalado, tomando rayos UVA desnudo, o junto a la chimenea con
las piernas cruzadas y ademán grácil, paseando por las Ramblas como un dandi
con un perro afgano. Pazos comentó cuán difícil resultaba en los ambientes de
la izquierda española antifranquista vestir con ropas que la ortodoxia viril no
aceptaba. No obstante en un viaje a Londres
en 1973 vio actuar a David Bowie y el rock inglés le impactó sobremanera
como fenómeno estético[16]. Adiós por
tanto a las barbas y los mocasines. Bienvenidos el maquillaje, el cuidado del
cuerpo y el maquillaje. Un cambio de muchos grados en una época en que
cosmética y masculinidad estaban reñidas.
El
componente teatral de estos trabajos –y de algunos otros tan meticulosos como
los desarrollados por Eleanor Antin que no cesaba de inventarse personajes de
ficción, por ejemplo en The King,
1972 donde aparece disfrazada con bigotes - respecto al modo en que se mostraba
el cuerpo, que había de ser visto por el público, se dio en contextos sociales
y culturales harto diferentes y no dejaba de ofrecer una lectura política. No
es mi meta buscar un modelo original del que bebieran los demás. Sería un
intento baldío, frustrante. La transformación performativa del cuerpo y su
vinculación crítica respecto del binarismo de género que imperaba, y todavía hoy,
en el mundo, obedecía a razones muy distintas y a contextos diferentes. No es
comparable la situación de privacidad en la que se hallaba Pierre Moliner que
desde su casa en Burdeos vivía sus fantasías eróticas, poniéndose medias de
rejilla y corsés y fabricando consoladores artesanales para facilitar la
auto-penetración, que la del alemán Jürgen Klauke cuya obra apelaba al público
para provocarlo, como puede comprobarse en Transformer
(1973), en donde se inclina hacia delante para exhibir su trasero cubierto por
unos pantalones de cuero rojizos en los que sobrepuso un cuadrante blanco que
modifica su apariencia anatómica, de modo que unas formas orgánicas hacen
pensar en una cohabitación de ano y vagina en carne de hombre.
Molinier y
Klauke comparten un propósito: el rechazo a las demarcaciones basadas en la
orientación sexual y en una visión del cuerpo acorde a parámetros binarios
disyuntivos (o masculino o femenino). Molinier se autodenominó lesbiano por vestir con prendas
fetichizadas de mujer y por su predilección por algunas partes de la anatomía
femenina (las nalgas, en particular) desprovistas de pilosidad.
Un
contexto y una realidad social muy diferente fueron las que habitó un
jovencísimo Samuel Fosso que nació en 1962 en Camerún y que, tras huir de la
guerra de Biafra, se afinca en Bangui,
República centroafricana donde instaló un taller fotográfico en 1976 Studio
Photo Convenance/Nationale, con sólo 14 años. Allí además de retratar a su
familia, se fotografiaba a menudo con ropas coloristas y setentonas. En una
imagen se le ve en un mostrador rodeado de retratos y plantas, invitando al
respetable a dar rienda suelta a un anhelo:
verse “beau, chic, délicat et facile à reconnaître”. Una objetivo poco
común para el hombre africano de entonces inmerso en comportamientos viriles
machistas.
Sin duda
Fosso había estado en contacto con una cultura de los medios de comunicación
canalizada a través la de las revistas y magazines que podían encontrarse en
París, Londres, Madrid pero también en ciudades como Yaoundé o Bangui.
Muy
distinto era el contexto en el que desarrolló su trabajo el artista chileno
Carlos Leppe que expuso, en una galería de diseño Modulo y forma de Santiago, una obra titulada El perchero. Estamos en 1975, dos años
después del inicio de la dictadura de Pinochet.
Leppe
instaló un dispositivo de madera semejante a un colgador de sastrería del que
colgó, en vez de ropa, unas tiras de papel fotográfico de tamaño natural. En
estos papeles se percibe el cuerpo del artista que lleva un vestido de mujer
que hace pensar en una indumentaria festiva, “de procedencia teatral u
operática”[17].
En la
imagen del centro el artista exhibe la zona genital tapada con vendas. La tela
alude a la ropa y también al material médico usado para curar.
“Para
cualquier sujeto relativamente informado en esos años, en una obra como El Perchero hay una mención más que
evidente a la tortura”
Leppe,
inmerso en un contexto represivo, apunta al control del cuerpo ejercido por el
régimen militar. De ahí que el cuerpo aparezca herido. Su disidencia es doble,
sexual y política. Dicho esto, aunque propongo en este caso una lectura de
género soy consciente de que dicho concepto no formaba parte de los debates de
los sectores intelectivos chilenos. Según Pastor Mellado:
“En 1980, cuando conocí a Leppe, en la escena plástica
chilena no circulaba todavía el concepto de género. Nelly Richard, si bien lo
recuerdo, intentaba a propósito de la obra de Dávila, hablar de "arte
homosexual", pero te diría que jamás desarrolló dicha hipótesis. Eran solo
conversaciones que jamás llegaron a tener estatuto de trabajo discursivo. Es
posible recuperar una preocupación anticipada por el género en su libro
"Cuerpo Correccional", que hace junto con Leppe en 1980. Esa es una
pieza esencial de anticipación de un problema, pero así, tan explícitamente
como me lo planteas, no estaba planteado.
En algunas
reuniones en casa de Leppe circulaban los textos de Monsiváis. Pero no se puede
sostener que fuese una fuente de inspiración.”[18]
Cambios de
papeles, como los propuestos por Marina Abramovic a una prostituta en
Ámsterdam, Role Exchange, 1974;
creación de una identidad fantaseada, discrepante, distante de la masculinidad
esclerotizada como la que sugiere Luthi; sueño de ser o de convertirse en
hombre y mujer a la vez, como se desprende de las dos fotografías realizadas
por Juan Hidalgo en 1977, Biozaj
apolíneo, biozaj dionisiaco. En definitiva, una plétora de propuestas
artísticas que emergen en distintos
lugares, coincidentes sin embargo con los presupuestos más liberadores del feminismo, de lo que después se denominaría
feminismo construccionista. Y ello aunque los artistas citados no participaron
de pleno en las manifestaciones de mujeres que se hicieron cada vez más frecuentes
a lo largo de la década de los setenta tanto en Estados Unidos como en Europa,
y algo más tarde en Latinoamérica[19]. Si los
colectivos feministas deconstruían la representación del cuerpo de la mujer,
hasta entonces concebido para disfrute exclusivo de varones heterosexuales, si
mostraban realidades del cuerpo como la menstruación, si reivindicaban el
derecho al aborto, si hurgaban en otras formas de la sexualidad no centradas
únicamente en la penetración vaginal y reivindicaban el orgasmo clitoridiano,
si atacaban las normas sociales, legales, discriminatorias y excluyentes, los
artistas nombrados en esta sección hacían lo propio con la imagen arquetípica
del macho, cuestionándose a sí mismos. De ahí que haya otorgado tanto relieve a
este agrupamiento sobre la performatividad del género, tal y como la entiende
Judith Butler en relación a una concepción del género más flexible y porosa
Obviamente
no es éste el único asunto o materia analizada en este proyecto. La estructura de la exposición
gira, como anticipé anteriormente, en torno a agrupamientos conceptuales que no
se pretenden rígidos y cerrados y que recogen obras de artistas de distintas
latitudes, a sabiendas de que se puede correr el riesgo de nivelarlos a todo a
partir de un mismo rasero que a la postre es de cariz occidental. Asumo esta
contradicción y quisiera subrayar que estos agrupamientos han de tomarse de
forma provisional y por consiguiente sujetos a modificación. Señalo por tanto
que hay obras que he incluido en un segmento que bien pudieran instalarse en
otros apartados. Ello se debe en buena medida al carácter polisémico de las
mismas que pueden ser interpretadas de modos diferentes. Sin ánimo de trazar un
recorrido históricamente consecuente y progresivo empezaré con un caso de
estudio, el que se concentra alrededor de
una experiencia colectiva de primer orden. Me refiero a Womanhouse, que
se creó en 1971, en Los Ángeles, aunque transcurrió entre el 30 de enero y el
28 de febrero de 1972 . Durante un mes y a iniciativa de Paula Harper, que
había formado parte del Feminist Art Program del California Institute of the
Arts en Valencia, y de Miriam Shapiro y Judy Chicago, veintiuna estudiantes
-todas ellas mujeres- desarrollaron un
proyecto de colaboración. Este se tradujo en instalaciones y performances
plasmadas en una casa abandonada de Hollywood, que cedió el ayuntamiento
angelino, para reflexionar sobre la vida cotidiana de un ama de casa.
En esta
morada se enfrentaron a cuestiones diversas pero de tanta significación como
las de la violación, los procesos de autoconciencia feminista, el sexo, la
maternidad, la crianza de los niños, la menstruación, movidas bajo el lema
militante de que lo personal era indudablemente político.[20]
En esta
sección se incluyen imágenes que documentan y son un testimonio de la
performance de Faith Wilding, Waiting
y de su instalación Crocheted Environment.
En la primera, en un tono cercano a una letanía, Faith Wilding recitaba un
texto que evocaba la vida triste y apagada de las mujeres que, a la espera
siempre de las expectativas de los demás (el marido, el padre, los hijos), se
iba apagando lentamente hasta morir. Otras imágenes recogen tomas de
instalaciones que ocupaban espacios como la cocina o el cuarto de baño. En la
primera sobresale Nurturant Kitchen,
realizada por Suzan Frazier, Vicki Hodgetts y Robin Hots que habían llenado las
paredes de la cocina con huevos. Del segundo espacio, Menstruation Bathroom, ideada por Judy Chicaco, sin duda un peso
pesado de todo el proyecto de Womanhouse. En esta instalación se abordaba un
tabú, el de la sangre menstrual, que tanta literatura ha generado y que ha
justificado en algunas culturas que se aparte a las mujeres “contaminadas” del
contacto social con los demás.
En
Womanhouse hubo también tiempo para la ironía y la burla, aunque el resultado
final pudiera ser trágico: así puede leerse una breve actuación titulada Cock and Cunt Play que se concibió
antes, concretamente en 1970, pero que fue llevada a cabo por Faith Wilding y
Janice Lester fotografiadas en plena acción por Lloyd Hamrol. Dos personajes representaban los
órganos sexuales: HE y SHE. La polla (HE) significa no fregar platos pero SHE
(el coño) no aceptaba esa imposición y reclamaba su derecho al placer sexual.
HE (el falo) acaba matando a SHE (el coño)[21].
Womanhouse
fue un auténtico laboratorio de actividades que suscitó la atención de un
público numeroso, formado mayoritariamente por mujeres pero que contó también
con algunos hombres.
Merece la
pena resaltar la resonancia de las actividades feministas que dimanan de alguna
forma de las propuestas docentes que Judy Chicago y Miriam Shapiro habían
propiciado un tiempo antes porque, en líneas generales, los medios de
comunicación fomentaban en aquellos tiempos la imagen distorsionada de la
feminista vengativa con ansias de devolver los golpes al prepotente macho. El
ruido generado alrededor de los disparos que Valerie Solanas[22] le asestó a
Andy Warhol se extendió como reguero de pólvora, confundiendo interesadamente
en un totum revolutum hechos
individuales, nada generalizables, con la revolución feminista en marcha y sus
exigencias de igualdad.
Ni
siquiera la violencia brutal que suponía el maltrato o las violaciones en
cadena conseguía despertar el estólido comportamiento de algunos hacedores de
noticias. Dada la trascendencia de las distintas manifestaciones de la
violencia es imprescindible, a la luz de las obras creadas, dedicarle un
agrupamiento o capítulo en La batalla de
los géneros a esta problemática. Huelga decir que la violentación del
cuerpo no puede desgajase de la coacción psicológica generada por atavismos
machistas. Y que la violencia es un fenómeno de enorme complejidad y que
obedece a muy distintas razones. Así, en el apartado en que se muestra estas
cuestiones descuella la propuesta temprana de Ana Mendieta, a raíz de la violación
y asesinato de una estudiante en la universidad de Iowa donde la artista cubana
cursaba estudios. La performance/instalación a que invitó a sus colegas y
compañeros es de una contundencia visual sin paliativos. De alguna manera
indica que Mendieta ponía el acento en la participación del público, en este
caso quienes acudieron a su piso de Moffitt Streett y se encontraron con la
puerta entreabierta desde donde se divisaba a Ana Mendieta atada a una mesa
cubierta de sangre, rodeada de restos de vajilla rota. Un trabajo de esta
envergadura careció de la repercusión necesaria. En parte la constatación de
este vacío hizo que Suzanne Lacy y
Leslie Labowitz se esforzaran con denuedo en captar la atención de los media,
sabedoras del destacado papel de la información, y de su circulación en la
concienciación social de una lacra que se materializaba en cualquier ámbito de
la ciudad, desde los barrios marginales, a los campus universitarios pasando
por las zonas pudientes. In Mourning and
in Rage (1977) es probablemente, por su contundencia visual y su simbolismo
pedagógico la propuesta más difundida de ambas artistas.
A finales
de 1970 un peligroso asesino denominado “el estrangulador de la colina”
atemorizaba a la población femenina de Los Ángeles. Los medios de comunicación
ofrecieron datos segados y una perspectiva escandalosa y morbosa. A modo de
respuesta sesenta mujeres en señal de luto se apostaron en el ayuntamiento de
Los Angeles. Nueve mujeres de negro hablaron de distintas formas de violencia.
Las demás proferían: “en memoria de nuestras hermanas lucharemos”. Una de las
mujeres vestida de rojo tenía el cometido de representar el símbolo de la
lucha.
Se trata
claramente de una performance que se adelanta a otras formas de activismo artístico que se dieron a finales
de los ochenta, también en Estados Unidos y en otros países como Argentina; en
este caso es un activismo feminista, reivindicativo de una identidad, de un
comunitarismo de mujeres unidas por el desgarro y el dolor de la agresión y la
muerte. Esta vez la prensa sí cubrió esta performance como atestiguan los
numeroso recortes procedente de distintos periódicos.
La
realidad brutal de la violación no era coto exclusivo de Estados Unidos. En
Gran Bretaña Margaret Harrison orquestó una suerte de collage y de pintura en
1978 sobre esta problemática. A modo de estratos o capas arqueológicas la
artista británica dispuso pequeños cuadros,
recortes de prensa (temas escabrosos, de violencia sexual, muerte,
armas…), objetos (cuchillo, botella, tijeras…) y textos. Los primeros eran
reproducciones de obras de maestros de la antigüedad, del clasicismo y de la
pintura moderna (Rubens, La Ofelia de Millais, la Olympia de Manet), que
representaban imágenes de la mujer como ser conquistado, seducido o
objetualizado. Rape fue censurada por
los empleados del museo del Ulster en 1978 por mostrar un pezón en una imagen.
Decían estar inquietos por el efecto que podía provocar en el público, de ahí
que tuvieran que defender la moral pública. También resultó polémica cuando se
expuso en la Hayward Gallery de Londres, un centro de arte con un historial
preocupante en el que años después se
censuraría una fotografía de Robert Mapplethorpe de una niña semidesnuda.
Amén de
estas obras nacidas en el contexto estadounidense y británico (dos referentes
que se suelen tomar como paradigmas en la historiografía artística del siglo
XX, particularmente desde los años 50, y en especial en lo relativo a Estados
Unidos que ha desempeñado un papel, dominante en el ámbito de los museos, los centros
expositivos, las publicaciones, el mercado…), parece oportuno situar estas
obras junto a dos cuadros de la turca Semiha Berksoy. Uno de ellos Women Tortured, 1972 no deja lugar a
dudas, aunque se ignore el estímulo inicial de esta obra realizada por una
controvertida figura de la cultura turca. Semiha Berksoy, poco conocida para
quien no se maneje en turco, fue una celebrada y audaz cantante de ópera, que
en su país mostró su solidaridad con destacados adalides del comunismo como
Nazim Hikmet, encerrado por el régimen kemalista. La mujer que ha dibujado está
constreñida por el espacio, surcado de líneas verticales que la aprisionan. Se
trata de cuerpos desarticulados, quebrados de alguna manera, aunque se
desconozca el motivo concreto que fraguo su creación. De la misma forma, aunque
con la técnica fotográfica la artista catalana Fina Miralles, compuso en 1976 Enmascarats con la intención de llevar a
cabo una performance que no pudo concluir. Las fotos que se han conservado
muestran a la actriz Anna Lizarán cubierta con un velo, o con una capucha, y
con el rostro atado con unos correajes.[23] El simbolismo
es claro: la mujer tapada, invisibilizada por razones culturales o religiosas;
atada, inmovilizada, aludiendo a la opresión en un proyecto que habría de haber
tomado forma en el CAYC de Buenos Aires y que se malogró. Contextos distantes
el turco y el español, planteamientos estéticos opuestos, problemáticas
comunes.
Esta
sección en torno a la violencia la cierra de alguna manera una instalación
proyectada por la artista turca, afincada en Francia, Nil Yalter. Me refiero a La Roquette, prison des femmes, 1974 que
se llevó a cabo con la colaboración de Nicole Croiset y Judy Blum. La
complejidad de esta proyecto colectivo desborda el marco de la violencia simbólica
o la generada por el maltrato (violencia de género, diríamos hoy) o por la
violación, que son sin duda problemáticas estructurales. La Roquette, prison des femmes es un ejemplo de trabajo sociológico
concreto. De forma azarosa Nil Yalter y Judy Blum conocieron a Mimi, una
exprisionera que les suministró información sobre la vida interior de una
cárcel que fue el primer ejemplo en Francia de prisión panóptica y que fue
destruida en 1974. La obra[24] consta de un
vídeo, una serie de dibujos realizados por Judy Blum, unos fotografías y un
texto, que es un relato de Mimi.. En el video, con voz monótona, se narra la
vida cotidiana en la cárcel, las privaciones materiales, las humillaciones
infligidas por el personal penitenciario (a la sazón, monjas), los tiempos
muertos. El vídeo muestra el muro de la prisión y la boca de Mimi y una serie
de objetos que remiten a la vida carcelaria. En un tono entre documental y
poético se hace mención de la carga de género diseñada en las tareas cotidianas
y en la conducta considera propia de una
mujer, a la vez que se habla sin tapujos de sexo lésbico, en algunos casos bajo
el estricto control de algunas religiosas.
El enfoque
multilateral de esta obra (trabajo impuesto, violencia ejecutada por mujeres,
deseos reprimidos, adecuación o no a los roles femeninos) posibilita que La Roquette, prison des femmes pueda ser
expuesta en distintas secciones.
Entro
ahora en otro apartado, concretamente es uno de las más celebrados entre las
partidarias del feminismo esencialista y del ecofeminismo (Mary Daly), es decir
el que ausculta la vinculación teórica entre el concepto de naturaleza y la
feminidad. Esta rama del feminismo que ha gozado de gran talla intelectual
tanto en Estados Unidos como en Italia y en Francia –las múltiples discrepancias
entre feminismos quedan a veces amalgamados de forma apresurada- a favorecido la idea de entender a las
mujeres en relación con su origen, dejando en segundo término las cuestiones
relativas a la producción, la reproducción de símbolos, de sentido, de
significados en relación con un marco social que incluya a los hombres. La
insistencia de la valoración de los lazos entre la madre y sus criaturas,
propuesta por Luisa Muraro en L´ordine
simbolico della madre [25] procede de la
idea de que la aportación fundamental materna estriba en dar a luz cuerpo y
palabra, pues es la madre la que pare y la que enseña la palabra. Todo esto es
cuestionable. Si bien no cabe duda de que la gestación y el parto son procesos
complejos en los que la madre es el epicentro, la dotación única de palabra a
la criatura naciente es debatible. ¿No es acaso el equipo médico en el
paritorio un agente de primer orden a la hora de hacer circular palabras con
valor y sentido determinados? ¿No son también las reglas del hospital, de la
clínica o, más poderosas todavía, las de la ley y el estado, las que fuerzan a
declarar a los padres, inducidos por médico y comadrona, en un lapso breve de
tiempo, a declarar de qué sexo es la criatura nacida y con qué nombre
inequívoco, sin ambigüedad[26] van a
inscribirlo en el registro, según una demarcación de género preestablecida?
Por otro
lado, en la enseñanza de la palabra si bien es innegable que las mujeres pasan
mucho más tiempo que los hombres al cuidado del bebé, el lenguaje que emplean
las madres está también mezclado con normas, reglas, inducciones de género que
no tienen por qué ser liberadoras per se
ni haberse originado al margen de los criterios sociales imperantes. La
criatura está también expuesta a gestos, comportamientos, voces, imágenes
procedentes de otras fuentes que entran en contacto con el universo incipiente
del recién nacido y que le condicionan.
“En el
cerco de carne, no hay jerarquía ni separación posible entre esencia y
construcción, entre naturaleza y cultura”[27]
Esta es la
opción de algunas feministas disconformes, parcialmente al menos, con la
divisoria estructural entre naturaleza y cultura, que sin duda tuvo resonancia
en los setenta. Hasta el punto de que artistas como Mary Beth Edelson, cuya
obra fue leída desde una óptica esencialista rechazan esta adscripción. Por
esencialismo se colige aquella
hermenéutica que favorece una interpretación del orbe femenino separado
del masculino y que opera según leyes propias arraigadas en la naturaleza y
sensibilidad sexual, que serían inamovibles[28]. Su obra al
incorporar determinada iconografía relativa a deidades femeninas así lo hizo
pensar. En este apartado de La batalla de
los géneros se muestra Goddess Head,
un fotocollage, de 1975. Se trata de un fotomontaje en que se ve la parte
superior de un cuerpo del que se distinguen tan sólo los brazos abiertos en
actitud de abrazar o proclamar algo y los pechos cuyos pezones han sido
pintados ampliando la aureola, y por tanto, otorgándoles un acento especial. La
cabeza ha sido sustituida por una suerte de fósil enroscado a modo de caracol;
las extremidades inferiores están ocultas por una roca. La ambigüedad visual es
clara: ¿es esta deidad un ser híbrido, a caballo entre lo mineral y lo humano?
Enmarcada en un fondo natural, igualmente rocoso, estamos ante una figura
compuesta a partir de una performance, una especie de ritual llevado a cabo por
la artista en Long Island.
El
conocimiento de que algunas diosas hubieran sido adoradas y que simbolizaban la
fertilidad como es el caso de las Venus prehistóricas (¿veían en ello una forma
de poder?) que eran asimismo creadoras
de cosmos, madres inventoras de la vegetación y organizadoras de los ciclos
vitales despertó fascinación entre algunas artistas. En Mary Beth Edelson
también se observan la huella de las teorías de Jung[29]: el énfasis en
los valores universales, el inconsciente colectivo, la celebración de la
iconografía de distintas culturas. El interés por distintas deidades y por la
reivindicación del papel femenino en la antigüedad y en en culturas míticas se
tradujo en la publicación de un número especial de la revista feminista
Heresies[30],
en 1978 dedicada a “The Great Goddess”. Estamos ante una importante publicación
que trataba de aunar la relación entre feminismo, arte y política. Conviene
recordar que en sus inicios no había presencia de mujeres de color y las
lesbianas tuvieron que hacer oír su voz entre obstáculos varios.
¿Por qué
esta pasión desatada por las figuras mitológicas de orígenes culturales
diversos (Mesopotamia, Grecia antigua, India…? Por un lado, se trataba de
recuperar la presencia femenina en el mito y en la historia. Por otro se
insistía en lo matrilineal, en el continuum femenino diacrónico. No sólo Mary
beth Edelson se zambulló en el uso de imágenes de Baubo, un ser asociado con
Demeter y que simboliza la risa, y de Sheela-na-gigs, una figura exhibicionista
de los tiempos medievales que aparecía en conventos, abadías e iglesias
abriéndose la vagina con la ayuda de las
manos.
¿Qué
simbolizan estas figuras que se han dado a conocer en el orbe cultural
irlandés? ¿ Iconos de la fertilidad, una imagen de la trinidad celta,
protección o antídoto contra los males, aviso para no caer en los pecados de la
carne?
La artista
sueca, afincada en Gran Bretaña desde 1957, Monica Sjöö también sintió
fascinación por estas figuras celtas. Se constata en una pintura titulada Sheela na-gigs Creation, de 1978. En la
parte superior de la pieza la figura irlandesa se abre la vagina; de ella
emerge un triángulo, símbolo feminista por antonomasia, en cuyo interior tres
mujeres enlazan sus brazos debajo de dos
aves (¿son acaso pavos reales, alusivos a la eternidad?).
La pintura
más reproducida de Monica Sjöö, God
giving Birth, 1968 puede insertarse en esta sección pues presenta a una
mujer dando a luz, rodeada de planetas y satélites. La artista ha creado una
figura en la que dios es de género femenino amén de raza dual, negra y blanca,
como así lo indica el color del rostro dividido en dos segmentos y tonos
cromáticos, aunque predominen los rasgos faciales africanos. Como ha explicado
Kate Deepwell, esta pintura está fundamentada en la experiencia positiva del
parto natural de su segundo hijo en 1961 que, a diferencia del nacimiento
alienante del primero en un hospital, transcurrió en casa. También marca el
comienzo de las largas investigaciones de Sjöö acerca de la Madre Cósmica –la
diosa femenina eliminada por la cristiandad y el patriarcado- que dieron pie a
una serie de publicaciones importantes
de la artista”[31]
Se unen
aquí unos trabajos que reivindican una iconografía femenina de carácter mítico,
aunque con sedimento en la historia que han dado pie a discursos que vinculan
mujer inexorablemente con naturaleza (cósmica y trascendental a veces) con unas creencias de orden espiritual, místico,
esotérico, reforzadas particularmente en esta obra de Sjöö, donde abre la
posibilidad de que Dios fuese hembra. Evidentemente no todas las feministas
compartían estos presupuestos teóricos.
Dicho esto
no puede olvidarse que una serie de artistas enfatizaron la similitud formal de
algunos órganos y miembros del cuerpo de la mujer con elementos del paisaje, de
la naturaleza fundamentalmente de carácter vegetal. Una de las obras que
integran esta sección en nuestra exposición es Flesh Petals, 1970, de Faith Wilding. Se trata de un dibujo de
reminiscencias vaginales, producido por el Fresno Feminist Art Program: una
silueta remite a una hoja o a una flor,
en cuyo centro se abre una oquedad que simula representar, aproximadamente la
cavidad vaginal que envuelve a los labios mayores y menores. No es un dibujo
fidedigno de una anatomía precisa. Otro hueco, en este caso de inferior tamaño,
y situado debajo del anterior, podría hacer pensar tal vez en el ano, o en una
doble vulva. En una línea parecida se pueden incluir obras de Carolee
Schneemann y sobre todo de Judy Chicago como su Butterfly Vagina Erotica, 1975, coetánea de su apabullante proyecto
colectivo The Dinner Party,
1974-79, repleto de iconografía vaginal
como leiv motiv compartido por todas
las mujeres olvidadas en el canon diseñado con manos de hombre y que son
convocadas a una cena en la que se pretende reinscribir la historia.
Queda con
lo dicho constancia suficiente de la
presencia de la genitalidad en muchas obras de arte feminista. Esto no impide
que haya otros tratamientos del cuerpo en relación, por ejemplo, con otras
perspectivas de la fertilidad. En Entrevidas,
1981, la brasileña Anna Maria Maiolino recorrió una calle de Río de Janeiro por
la que había esparcido previamente huevos de gallinas –signos de vida- tratando
de sortearlos para no dañarlos.
En este
orden de cosas tampoco se puede pasar por alto que hubo algunas prácticas
artísticas en las que usar tejidos, hilos, telas y demás adminículos y
materiales, ausentes del arte hecho por hombres que los despreciaban por su
connotación de feminidad pasaban a adquirir una connotación feminista, como
sucedió con la obra de Miriam Shapiro. De ahí a exaltar la praxis de un arte
abstracto con subterráneas afinidades femeninas hay un paso. Al respecto he de
afirmar que me parece un terreno resbaladizo y que resulta muy arriesgado, por
no decir infructuoso, desprender el contenido de género de muchas pinturas o
esculturas abstractas ,salvo algunas excepciones (Lynda Benglis). En ese
sentido la incorporación de obras de artistas como Nasreen Mohamedi, Eva Hesse,
Mira Schendel, Lygia Clark en contextos feministas, como la mencionada
exposición Wack! Art and The Feminist
Revolution no me parece suficientemente sólida o bien articulada. Hay
artistas hombres volcados en la abstracción formal con resultados estéticos
análogos, que a mi juicio tampoco posibilitan una lectura de género.
Todo este
asunto conduce a la pregunta de si es lícito
o no hablar de la cacareada sensibilidad femenina. Para Lynda Benglis no
hay duda: en el fondo se trata de una construcción más que en algunas parcelas
feministas se han empeñado en reforzar. En su vídeo Female Sensibility, 1973,
Benglis ironiza sobre este estado de la cuestión que rechazaba. En él la
propia artista y Marilyn Lenkowsky Gorchov se besan y acarician, ambas
fuertemente pintadas y maquilladas. Las cabezas de ambas mujeres se muestran en
un primer plano mientras suena un fondo sonoro de charla radiofónica en donde
se viertan los peores exabruptos misóginos, y se toca música country, un tipo de música y de estética antiguas y
reaccionarias, al menos antes de que K. D Lang propusiera que era posible
conciliar esa música con la liberación de la mujer.
La
existencia o no de una perspectiva femenina intrínseca a la “condición” de
mujer ha sido caballo de batalla y objeto de múltiples controversias en la
polémica acerca del esencialismo versus
construccionismo. ¿Existe una forma de organizar la escritura que pueda
calificarse de femenina? ¿Existen voces de mujer que se separen del patrón
masculino? Hélène Cixous defendió esta idea identitaria a capa y espada, pero
no consiguió unanimidad en las filas feministas, al contrario, aunque
probablemente nunca aspiró a lograrla, a sabiendas de la dificultad de
comprensión de sus abstrusos textos. Lo mismo podría decirse de una escritura
gay o lésbica puras, en su demarcación identitaria. ¿Existe un sello
heterosexual? ¿Bastaría con aludir a las realidades heterosexuales para
demostrarlo? ¿Qué sucede cuando una autora lesbiana escribe ficción acerca de
parejas heterosexuales¿ ¿Es creíble? Por supuesto. ¿ O un hombre hetero que
hace lo propio sobre la vida de una comunidad de lesbianas? También puede
serlo. Aunque pueda entenderse un mayor penchant
de los grupos minoritarios por buscar la representación LGTB (lesbiana, gay,
bisexual y transexual en su diversidad), pues han estado y están excluidos de
las normas heterosexistas, todo dependerá del punto de vista que se adopte, de
cómo se forje el discurso, de qué principios y valores lo edifiquen. Es una
realidad constatable que hay mujeres que avalan patrones machistas y que hay
gays que son de derechas, aunque los sectores conservadores no hagan sino
fomentar la homofobia. El enfoque queer
ha contribuido a desmantelar la rigidez
y el dogmatismo conceptual de las políticas identitarias, basadas en el
género o la sexualidad, lo cual no es óbice para pensar que aquellas tuvieron
sin duda su fundamento y raison d´être
en un periodo histórico y político determinados, que podía requerir de una
estrategia de cerrar filas ante los que eran percibidos como “enemigo de
género” que ejercían la violencia y la opresión contra el conjunto de las
mujeres.
Al
mencionar la identidad no puede soslayarse que menor eco tuvo en los sesenta y
setenta la cuestión de la raza. El peso cultural conferido a la diferencia
étnica fue escaso: no puede olvidarse
que el movimiento feminista norteamericano y europeo (con sus disimilitudes)
estaba integrado en su mayoría inmensa por mujeres blancas y había asumido de forma
tácita un componente racista.
Un
apartado de La batalla de los géneros
trata de contemplar las políticas de la raza y su relación con el género. En
ese sentido una propuesta brillante como la de Adrian Piper adquiere pleno
sentido. Una de las obras de que se compone su serie The Mythic Being, 1975, se titula significativamente I embody everything you most hate and fear.
Representa a la propia artista, concretamente un primer plano suyo de su cara
ladeada. Lleva gafas, el pelo rizado y un cigarrillo en la boca. La oscuridad
en que se inscribe el rostro y las palabras que dan titulo a la pieza acentúan
la sensación de miedo. Primera duda: ¿quién es el “you” al que se dirige el “I”
que suponemos corresponde a la artista. ¿Odio a quién? ¿A los negros acaso?
¿Miedo a qué? A los prejuicios, a los mismos negros, o también a quien que se
comporta de forma rara, al margen de lo que se considera socialmente
respetable? ¿De alguien que semeja un hombre pero podría no serlo?
En The Mythic Being, Piper, una artista conceptual
que ha empleado distintos recursos y técnicas, concibió a un joven personaje
ataviado con ropas de hombre que, motivado
por una serie de pensamientos desconcertantes, se dedica a realizar
determinadas actividades en la mayoría de las ocasiones en el espacio público:
en una de ellas, publicada como un anuncio en The Village Voice expresa su
deseo hacia un universitario; en otro aparece sentado y ve cómo pasean unas muchachas por el campus
de la universidad de Harvard.
Otra
artista que se ha enfrentado al racismo pero con armas más tradicionales, las
de la pintura, es Faith Ringgold. En 1963
pintó Between Friends, que
forma parte de The American People Series.
La pintó con un enfoque estético ingenuo si se considera el galopante racismo
de la época en Estados Unidos –Martin Luther King fue asesinado en 1968- ,
Ringgold parece querer expresar un
simple deseo de amistad independientemente de la raza de la persona, de ahí que
haya pintado a dos mujeres con distinta tez enmarcadas en una suerte de ventana.
Un detalle las diferencia: el gesto adusto de la mujer blanca frente a la
dulzura de la negra. En otra de sus obras de la serie Help. Slave Rape Series, la artista que fue cofundadora del
colectivo de mujeres negras Where we at
Black Women Artists (en 1971) abordó la
cuestión lacerante de la violación sufrida por mujeres esclavas. En esta obra
usó una especie de colcha artesanal que recuerda las empleadas en culturas
ancestrales..
Ringgold
se identificó como feminista en 1970 pero no le salió gratis pues un sector de
la comunidad negra consideró esa proclamación como una traición a la causa de
su misma comunidad[32]
La mención
de la problemática racial hace que las miradas se vuelvan inmediatamente hacia
Estados Unidos. En ese país el nivel de
estudio al respecto es considable. Sería injusto, sin embargo, orillar
otras aportaciones. Verbigracia la de la artista brasileña Anna Bella Geiger. En su caso su perspectiva
de indudable complejidad, con el trasfondo de un país como Brasil, enfangado en
la dictadura. La artista tomó posición ante una problemática cuando menos
doble: la realidad despreciada de las comunidades indígenas de su país y la de
una mujer cuya subjetividad se identifica con la de los marginados, hombres y
mujeres.
En História do Brasil : originalmente un libro de artista de 1975,
compuesto de 8 hojas, la artista incluyó unas imágenes significativamente
tituladas LITTLE BOYS & GIRLS, que
ya existían anteriormente como obra en sí misma. Se trata de un retrato en
blanco y negro de la artista; a la altura de sus ojos, a modo de collage, situó
dos fotografías en color de la cara de un joven, y de una mujer de medio cuerpo
en el agua. La artista ha escogido un título en inglés, un guiño a su propio
bagaje anglosajón que es alusivo también al imperio cultural y colonizador,
pero se retrató en blanco y negro, con un tono deslucido, si se compara con el color intenso que inunda
las fotos sonrientes de los indígenas. Ella de alguna manera se identifica con ellos
o al menos parece que ve la realidad a través de ellos. En otra obra, Brasil Nativo - Brasil Alienígena, tal vez la más conocida junto a las que hizo
de deconstrucción duchampiana (The Bride
met Duchamp before the Bachelors, 1975) yuxtapuso una serie de 18 tarjetas
postales en 9 pares. Las fotos fueron tomadas por Luiz Carlos Velho en 1976. Al
dorso de las postales un texto en portugués y en inglés reza: con mi falta de
pericia como un hombre primitivo.
Las
postales funcionan a base de un juego analógico. En el lado de la izquierda, se
muestran imágenes de vida comunal en un poblado. Una mujer barriendo, otra que
se mira en un espejo, otras mujeres sentadas, unas jóvenes de pie; en el lado
de la derecha, la artista ejecuta las mismas poses y las mismas actividades,
fundiéndose de algún modo con la realidad que ella misma definió como
primitiva. Sin embargo la asume como mujer que interviene en el contexto del
otro, pero estableciendo una comparación con los nativos que están marcados por
el rito, la religión y por el desprecio de quienes se consideran
civilizados hijos de la razón
occidental. ¿Es ella entonces la alienígena del título, o depende de su
posición, de dónde se sitúe como mujer interesada por las culturas de los
indios de su país? En esta propuesta de Geiger hombres y mujeres desempeñan un
papel nivelado.
Finalmente
otra obra en esta sección, aunque podría figurar en otra, pues apela a muchas
otras lecturas: la de la liberación sexual, la reivindicación del goce
clitoridiano, la crítica a la violentación del cuerpo… pero que se compone de
un elemento que puede ser leído en clave cultural no occidental. Me refiero
a La
femme sans tête ou la danse du ventre, de Nil Yalter, un vídeo de 1974 de
25 minutos centrado en la danza de una mujer en cuyo vientre hay un texto
escrito circularmente. El escrito es una cita de Érotique et civilisation de René Nelly que habla del horror
ancestral del hombre hacia el clítoris y su deseo de mutilarlo. Fabienne Dumont
lo relaciona con “ las frases religiosas que los mandatarios musulmanes
escribían sobre los vientres de las mujeres de Anatolia consideradas estériles
o poco obedientes”[33]. De
alguna manera el poder patriarcal y religioso marcaba su ley en la piel de la
mujer. Nil Yalter resalta esa marca de opresión todavía más al relacionarla con
la danza del vientre, una actividad lúdica y recreativa que los sectores
fundamentalistas rechazan y prohíben. En otra obra de Nil Yalter, La Yourte de 1973, se planteaba asimismo
la puesta en pie de un espacio de reclusión para las mujeres turcas nómadas, al
que éstas dedicaban su vida, ornamentándolo, limpiándolo, cuidándolo.
Tras
lo dicho no puede sorprender que el deseo de tener un cuerpo y una sexualidad autónomos hayan sido
dos vectores primordiales del feminismo.
Por consiguiente en esta exposición parece de recibo que una sección
esté dedicada a analizar la centralidad de la realidad corporal que puede ser
sujeción y esclavitud para la mujer pero que puede ser también espacio para el
pensamiento, la reflexión y la emancipación. Así se propuso en textos tan significativos como los de Anne Koedt, autora de The Myth of Vaginal Orgasm (1970).
Un
capítulo de tanto calado como la representación del cuerpo que se quiere
desgajado del dominio machista ofrece en el contexto de los setenta
posibilidades variadas. Un nombre como el de Louise Bourgeois resulta
imprescindible: no sólo porque su obra nace del autoanálisis de lo que supuso
la figura paterna en el seno de su propia familia, ese virus inyectado en un
ámbito cerrado y burgués que hizo de la
sexualidad ostentosa del pater familias
un punzón destructor y una demostración de poder. Bourgeois ha respondido
sutilmente de forma proteica a la significación del fallo, al que se teme y al
que da su ternura. La misma artista, tras dejar Francia, se instaló en Estados
Unidos donde formó una familia compuesta de varones. Un falo del que se apodera
y que manipula como un juguete –la conocida escultura de látex Fillette, fotografiada por
Mapplethorpre-. En ese sentido un resto amorfo de bronce como Hanging Janus withh Jacket, 1968, que
debería resultar amenazador pues cuelga
del techo como espada de Damocles tienes hechuras informes, alejado de la
prepotencia fálica. Bourgeois ha desmantelado la anatomía convencional del
cuerpo femenino y también la del masculino y ha buscado terrenos de hibridación
orgánica, como se observa en Le Trani
Episode, 1971.
En
una cultura obsesionada con la pujanza fálica la propuesta de Hannah Wilke, una
controvertida égerie del feminismo En
estados Unidos, resulta desarmante. Frente a la supuesta envidia de pene que
según la alicorta y constreñidora visión freudiana toda mujer debe de sentir,
Wilke propuso Venus Envy, 1980. En
esta fotografía la cara de Richard Hamilton, que fue novio de la artista, asoma
entre los muslos y la entrepierna con pelambrera de Wilke, una creadora que no
tuvo pelos en la lengua cuando acusó sin ambages en Marxism
and Art. Beware of Fascist feminism 1977, a algunos sectores feministas de
izquierdas, tildándolos de fascistas. Sus dardos se dirigían contra la crítica de arte Lucy Lippard que la
había excluido de una exposición. La autora de The Pink Glass Swan. Selected Essays on Feminist Art argumentó que
la belleza de Hannah Wilke perjudicaba al feminismo, una cuestión ésta sobre la
que la artista trabajaba continuamente. Posar como una modelo o encarnar la
mascarada de la feminidad para consumo del varón era percibido como una mácula,
al acentuar la cosificación cosmética de la mujer. ¿No se entendió el toque
irónico que rezumaba la obra de Wilke? Como se desprende de lo dicho ciertas
actitudes dogmáticas no son ajenas al feminismo, que era y es diverso como lo
son quienes lo integran. En ese orden de cosas no puede sorprender que Wilke
ridiculizara los miedos de algunas puristas del feminismo sexófobo al retratarse
como ramera en Hannah Wilke Super T-Art,
1974. Antes que ella lo había hecho VALIE EXPORT, en otro contexto, el de la
Austria católica que arrastraba sentimiento de culpa por su pasado filonazi.
En Body
Sign Action, 1970, quien había conocida la misoginia de los accionistas
vieneses que utilizaban a las mujeres como entes pasivos para su disfrute
–particularmente en el caso de Otto Mühl-, decidió tatuarse un liguero en un
muslo y enseñarlo a la humanidad. Sabedora de que los estereotipos machistas
ofrecían a la mujer un reducidísimo juego de roles: madre, virgen y puta,
asumió el tercero connotado por un objeto que enardecía la libido de los
fetichistas. La actitud transgresora de VALIE EXPORT no se paraba en mientes.
Entre 1970 y 1973 realizó el corto Mann,
Frau & Animal. En una bañera, la artista aparece masturbándose con el
chorro de agua en un gesto emancipador que no tenía rival entonces. En esta
misma película, tras el acto gozoso del orgasmo, que permitía ver primeros
planos de su clítoris, algo inédito entonces salvo en los circuitos
pornográficos, otra serie de imágenes –la eyaculación sobre la vagina-
planteaban jocosamente la exagerada performance del orgasmo masculino
acompañado de ruidos y gemidos. A continuación una mano de hombre aparece cortada, sangrante. ¿Qué significa?
“La
película es un breve recorrido que empieza con el placer individual, solitario
y autosuficiente de una mujer hasta el final sangriento (¿violación simbólica?)
coincidente con los gruñidos de la virilidad. Son dos vías para el goce pero
una de ellas puede conllevar dolor y sangre en cuerpo ajeno. ¿Quién es el
animal de esta trilogía que tiene de todo menos divinidad y carácter sagrado? [34].
La
prostitución y la pornografía fueron materias de debate y objeto de disputa ideológica
en los setenta. Todavía lo son hoy entre distintos sectores: verbigracia y por
incidir en España, las posiciones defendidas por Amelia Valcárcel, por un lado
y las el colectivo Las otras feministas, capitaneado por Empar Pineda, por
otro, son harto contrapuestas en la cuestión social de la legalización de la
prostitución. La primera defiende que vender su cuerpo no puede ser un oficio,
un trabajo, y que estamos siempre ante casos de explotación de la mujer; las
segundas sostienen que la mujer no puede ser tomada por una menor. Reconocen la
existencia de mafias que explotan a muchas mujeres en distintos países pero
apelan también a la decisión autónoma de aquellas trabajadoras del sexo que
deciden ejercer dicha profesión en condiciones sanitarias y laborales
reguladas. Con matices éste era también el nudo gordiano en los setenta.
Teóricas como Catherine MacKinnon y Andrea Dworkin se referían al
envilecimiento del cuerpo de la mujer prostituido en la pornografía y en el
comercio carnal; otros sectores, críticos con la jerarquía falócrata que
predomina en el porno, abogaban por la libertad de hacer con el cuerpo propio
lo que cualquier mujer deseara. En las prácticas artísticas esta problemática
se dirimió con prácticas censuradoras. Así sucedió en Londres, concretamente en
1976 en el ICA cuando la exposición de Cosey Fanni Tutti, Prostitution generó una gran polémica en los medios de
comunicación. El escándalo, según The Evening Standard[35], se
debía a la exposición de tampones usados y de prendas manchadas de sangre.
Cosey Fanni Tutti, provenía de ambientes musicales rockeros y había creado
junto a P- Orridge la banda COUM Transmissions, un apelativo sicalíptico.
Durante un tiempo se introdujo en el mundo de las revistas eróticas y
pornográficas con la intención de poner en evidencia a la industria del sexo.
Según ha admitido no se sintió estigmatizada ni envilecida pero no fue así con
algunas de sus compañeras que sí fueron coaccionadas.
Cosey
Fanni Tutti tuvo el mérito de destapar un tema tabú sin care en la sexofobia.
Así lo ejemplifican trabajos como Exhibit
nº 10 Park Lane nº 15. Sex Magazine Art Action Performance.
La
cuestión de la representación del sexo explicito (felaciones, cunnilingus,
coito vaginal, anal, eyaculación, masturbación clitoridiana) ha sido un tema
espinoso para algunos sectores feministas. Bien es cierto que la mayoría
inmensa de imágenes han sido producidas en el porno para exclusivo placer del
macho heterosexual y que, como afirmó Linda Williams, el cum-shot es el plano más apreciado: la corrida. Ante estas
continuadas e incisivas estrategias de cosificación y objetualización del
cuerpo de la mujer nunca visto como sujeto autónomo, hubo quienes optaron por
excluir la representación del cuerpo (Mary Kelly), otras en cambio exploraron distintas
formas de prácticas sexuales en las que el pene cumplía su función como órgano
de fruición por algunas mujeres que lo admitían sin ambages (artistas como
Anita Steckel, Carolee Schneeman, Annette Messager, Betty Tompkins, VALIE
EXPORT han incidido sobradamente en ello[36]).
En
un apartado como el que estoy comentando sobre la significación política de
lo corporal y de la sexualidad no podían
faltar algunos ejemplos de obras que acometen la representación de la
sexualidad lésbica. En ese sentido, descuellan las delicadas y bellas
fotografías de una artista que vivió al margen del mercado. Me refiero a Tee
Corinne, recientemente fallecida. En Jeanne,
1975 y en Surrender, 1978, dos
fotografías de pequeño tamaño se habla sin caretas del deseo entre mujeres. Muy
distinto es el tratamiento que deparan los vídeos de Barbara Hammer, (Dyketactics, 1974 y Superdyke, 1975). Son obras desvergonzadas y lúdicas en su
plasmación de la vida bollera en su dimensión reivindicativa, jovial, sin
complejos. Una posición, la de Hammer, nada fácil de asumir en un contexto tan
difícil con la guerra de Vietnam en pleno embate bajo Nixon. Paradójicamente
aquellos años tuvieron como telón de fondo el aumento de conciencia política y
de visibilidad pública por parte de los colectivos de lesbianas, gays y
transexuales.
El
cuerpo es un universo politizado per se
y las vías para representarlo son proteicas pero están supeditadas también a
restricciones morales. En un contexto represivo, influido por el peso
culpabilizador de la ideología judeocristiana que se implantó en España con el
franquismo, el simple hecho de mostrar sin prejuicios el cuerpo desnudo era un
signo de emancipación. Así lo demostró Esther Ferrer en su performance Íntimo y personal, desarrollada en
distintos momentos y lugares a lo largo del periodo 1971-1979. La artista
nacida en San Sebastián tuvo la suerte de poderse mover como pez en el agua por
París y por otras ciudades de países democráticos donde llevó a cabo su
actividad artística en solitario o a veces en colaboración con el grupo
(español e internacional) ZAJ. En la mentada performance que se llevó a cabo
por vez primera en un apartamento de París, la artista, sin ropa, se midió las
diferentes partes de su anatomía. Esta acción la repitió en otras ocasiones
ejecutada sobre el cuerpo de un hombre, en aquellos años meno acostumbrado a
aparecer en público sin la protectora coraza indumentaria. De hecho el texto
que acompaña la susodicha performance, tal vez involuntariamente, hace una
salvedad respecto de la posibilidad de que el varón sobre el que se actuase
pudiera tener una erección con la posible incomodidad que podría generarle al
interfecto. Esther Ferrer es una artista desprejuiciada. Semejante falta de
miedos se percibe también en Juan Hidalgo con quien compartía muchas y
diferentes actividades artísticas. Hidalgo, motor de ZAJ, en donde también
participó el italiano Walter Marchetti vivió
el tenebroso franquismo a caballo entre su país y un sinfín de ciudades
europeas de espíritu más abierto. En ellas entró en contacto con John Cage y
David Tudor y sus talante indómitos. He creído conveniente incluir en este
apartado dos obras de Hidalgo en las que
se reflexiona sobre el cuerpo de la mujer y el del hombre, invisible en
aquellos años aciagos. En Flor y mujer,
1969, curiosamente un hombre gay como él, parece estar próximos de los
postulados visuales del mismo tenor que los impulsados por el feminismo de la
diferencia al vincular la orografía de un cuerpo de mujer tumbado con un objeto
de reminiscencias vegetales e incluso
acuáticas, una suerte de concha bivalva y peluda. En Barroca alegre, barroca triste, 1969, sin caer en la exaltación
falocéntrica, comete en este par de fotografías una obscena irreverencia, la de
mostrar un pene envuelto del perifollo que se empleaba en los catafalcos de las
capillas de las iglesias españolas. No puede olvidarse que religión,
catolicismo y sexo estaban reñidos en la curil España franquista.
Lamentablemente estas obras no pudieron ser vistas en el ámbito público. Sin
embargo, el control social y el adoctrinamiento mental que ejercía la
Iglesia no hizo que estos dos creadores
españoles, Ferrer e Hidalgo, se achantaran, como lo indican las obras realizadas.
Otro
capítulo imprescindible a la hora de sopesar las aportaciones del feminismo es
el concerniente a la representación de la maternidad, pero también –a menudo se
olvida- de la paternidadd de la familia
y de las relaciones de pareja. No puede pasarse por alto que en los
setenta se vivía en un régimen heterosexista, como se destila de la película de
Yvonne Rainer A Film About a Woman Who,
1974, lo que no conseguía impedir del todo que se infiltrase en las parejas
heterosexuales la posibilidad de la seducción homosexual.
En
este proyecto he tratado de recoger distintas opciones, algunas de ellas
aparentemente contradictorias en su formulación estética y política que
cohabitaron en los setenta en ocasiones a regañadientes. El continuum femenino al que me referí ut supra
-en el fondo no deja de ser una falacia pues las condiciones sociales,
económicas, políticas y culturales en que viven las mujeres y los hombres son
muy distintas en función de la clase, la etnia, las peculiaridades religiosas[37], la
orientación sexual – que ha estado tan en boca de algunas teóricas de la diferencias,
parece también haber estado presente en las deliberaciones conceptuales que
llevaron a Anna Maria Maiolino a concebir Por
un fio. Se trata de una fotografía de la serie Fotopoemaçao de 1976. En un
mismo plano unidas por un hilo que penetra en sus respectivas bocas de
izquierda a derecha, abuela, madre, hija se ven simbólica y físicamente
concatenadas. El peso fundamental recae en la madre, situada en el centro,
rodeada de dos generaciones, la que
ofrece el pasado y la que apunta a la esperanza del futuro. Las tres llevan en
su rostro un aire grave, de seriedad. De alguna forma emparenta la obra
anterior con Tying Julia, 1972, de
Ulrike Rosenbach. La artista alemana concibió este vídeo de corta duración con
la intención de plasmar las ataduras, los lazos, las emociones y de alguna
manera también los conflictos que envuelve las relaciones maternofiliales.
Las
relaciones de parentesco y el papel desempeñado por la familia fueron a veces
percibidas desde perspectivas plagadas de dificultades. En Playpen,
1979, la británica Tina Keane, una artista que ha fomentado la representación
del continuum femenino –la presencia
masculina es prácticamente nula en su producción artística- se interesa por los métodos de aprendizaje y
por la relación entre la niñez y el universo de los adultos. Los ritos de paso
o transición de una a otra edad adquieren en este vídeo hecho a partir de una
performance una sensación agridulce, como si los mayores se negaran a crecer.[38] Destila
este trabajo un sesgo psicoanalítico, fruto probable de lecturas de Melanie
Klein, Anna Freud y de Marian Milner . No puede pasar desapercibido que fue en
Gran Bretaña donde una serie de estudiosas de las tipologías escoptofílicas
dieron un vuelco a la representación de las relaciones de poder entre hombres y
mujeres a partir de una deconstrucción de la mirada. El psicoanálisis anega los
textos de Laura Mulvey y respira en su película, en la que colaboró Peter
Wollen, Riddles of the Sphinx, 1976.
Se trata de un ensayo cinematográfico que corre el riesgo de parecer a ratos
plúmbeo por su lenta utilización del tiempo y por su intrincada devanadera
a/narrativa[39],
que está centrada en el proceso educador entre madre e hijo, un proceso que
supone una inversión y distribución de tiempos y de organización de la vida
cotidiana y no, como se presupone en planteamientos idealistas, la transmisión
de valores afectivos sin más. El
psicoanálisis fue también herramienta de trabajo o cuando menos estaba en el zeigeist y es perceptible en las obras
de Michel Journiac, Hommage à Freud, 1972, ya comentada que propone
una imitación o remedo creíble tanto de la maternidad como de la paternidad. El
toque psicoanalítico también asoma en Discours
mou et mat, 1975, de Gina Pane, una de las artistas más incomprendidas
debido a la complejidad de situaciones y símbolos que maneja crípticamente en
sus acciones, convertidas posteriormente en fotografías como obra final. Arduo
resulta colegir del conjunto de seis marcos que contienen asimismo un dibujo y
cuatro fotos y que componen Discours mou
et mat el sentido de la misma. Aunque no lo reconoció explícitamente en las
distintas entrevistas y textos que se publicaron en vida la artista francesa se
vio impregnada de ciertos dispositivos psicoanalíticas que hacían furor entre
la inteligencia gala de los setenta, en versión freudiana o lacaniana. En esta
obra, la presencia de la madre, figura clave del eje heterosexual de la
sociedad occidental, desempeña un papel primordial. Para empezar diré que el
título es una referencia a un texto que se leyó durante la acción desarrollada
en la galería De Appel de Amsterdam y hacía aludía a los senos de la madre
“blandos y mates como la nieve”. El texto poético evoca a la madre nutricia
pero también al deseo lésbico, cuestión ésta que las glosadoras francesas de la
obra de Pane olvidan con frecuencia. Por ejemplo Anne Tronche quien, por otro
lado, ofrece datos y descripciones de valía para la comprensión del trabajo de
Gina Pane. Seguiré su comentario[40] con el
afán de entender la acción que
empezó con la colocación de una moto
delante de la galería. La intención era obstaculizar el acceso del público. Un
gesto que algunos habrían calificado entonces de tosco y de poco femenino como se ha dicho,
con carga machista, de algunas performances de Marina Abramovic. Los
espectadores se encontraron en la galería con guantes de boxeo, pelotas de
tenis, puños americanos, un casco de motorista, una hoja de afeitar, unos
espejos, rosas de diferentes colores y una mujer desnuda de espaldas al
público. Durante la acción la artista cogió un espejo en que estaba escrita la
palabra alienación –un término habitual entre la contracultura de izquierdas de
los setenta-. Gina Pane simuló boxear contra el espejo y después se cortó un
labio antes de acercarse a la mujer que le daba la espalda –su objeto de
deseo-. El evocador texto leído por un
participante empujaba a la artista al
pasado, a la infancia, a la relación compleja con la madre. La hoja de afeitar
había impedido con su brutal fisicidad que retornase el pasado con su sentido
automutilador. Con esta propuesta Pane hacía añicos la visión edulcorada sobre
la imagen de la madre, aquí asociada al deseo sexual, entre otras cuestiones.
De
otro orden es la perspectiva propuesta por Mary Kelly sobre la maternidad.
Queriendo huir de la tradición de madonnas idealizadas que amamantan a sus
criaturas o los llevan en su regazo, Mary Kelly, que vivió un tiempo crucial en
Gran Bretaña donde impulso un trabajo colectivo para concienciar a la población
de la discriminación que sufrían las mujeres en el ámbito laboral- un buen
fruto de ello fue el documental Nightcleaners,
realizado por el Berwick Street Film
Collective en 1975, introduce un punto de vista racionalista. Con ello evitaba
caer en el estereotipo de la emotividad. En su Post-Partum document, en seis partes, 1973-79 no se habla del
ficticio instinto maternal o del embeleso del parto sino que se desgranan
datos, cifras, gráficos, estadísticos, grabados. Se estudian las manchas
fecales del niño en relación a la
nutrición de su propio hijo. Se recogen
tarjetas y fichas con transiciones del proceso de aprehensión del
lenguaje y se transcriben las conversaciones entre Kelly y Ray Barrie sobre su
hijo; se analizan los balbuceos del niño; se estudian los objetos que manejó y
que hicieron las veces de objetos transicionales que confortaban al niño; se
usan convenciones taxonómicas y científicas que documentan el progresivo
conocimiento que tuvo el niño de la diferencia sexual –en los insectos, por
poner un caso- en su vida cotidiana; se diseccionó el aprendizaje de la lectura
y de la escritura.
Con
este laborioso y meticuloso trabajo Kelly se alejaba radicalmente de esa otra
corriente feminista volcada en una
representación directa y más o menos literal de lo orgánico, de lo corporal y
de lo materno.
Próxima
a estos planteamientos, aunque ya de lleno sumida en lo que podría ser otra
sección temática de este proyecto, se sitúa la obra de la británica Jo Spence.
En Who´s still holding the baby?,
1978 analiza la problemática de la crianza de los niños en relación con las
políticas del estado en lo tocante a las guarderías. Unos espacios de cuidado y
atención hacia los niños totalmente necesarios para las mujeres trabajadoras en
Gran Bretaña. Este lado militante y combativo de Jo Spence también puede
observarse en sus trabajos documentales sobre el cáncer del que moriría.
Haciendo acopio de recortes de prensa,
de pensamientos varios de algunas madres y de fotografías en blanco y negro, la
artista inscribe la crianza y el cuidado de los niños en un eje socio-político
y económico que escapa de la idealizada y desproblematizada maternidad. Huelga
decir que los padres no asumían su
paternidad y apenas si se enfrentaban a una situación que no parecía afectarles.
Por ello en algunas frases se alude al cuidado compartido y se recuerda que:“childcare is a question of money and
class”. Cierto, sin dejar de lado
también los valores que se vayan a inculcar. En una línea semejante
Margaret Harrison, también en Gran Bretaña, concibió Homeworkers, con la idea de revalorizar el trabajo doméstico
desempeñado por las amas de casa.
En una
dimensión de mayor espectro se sitúa una reflexión sobre la subordinación de la
mujer que de forma explícita tituló Eulalia Grau en 1977 como Discriminació de la dona. La artista
catalana entiende la discriminación que sufrían las mujeres, partiendo de lo
que los periódicos publicaban en una España que lentamente se alejaba de las
amenazas franquistas, en la que no se había aprobado la Constitución, aunque el
temor al golpismo no había desaparecido y era palpable. La situación de la
mujer, por otro lado, no tenía parangón con la del hombre pues era calamitosa. Tratada como una menor había
de pedir incluso permiso al padre o al marido para acceder a abrir una cuenta bancaria.
Eulàlia
Grau muestra la existencia de compartimentos estancos entre hombre y mujeres:
el espacio del fútbol y del bar era cosa de hombres, como Fundador. La casa y
los niños, de mujeres. En las oficinas el patrón era el rey y algunas mujeres
sólo salían de casa para entrar en un prostíbulo. Por otro lado, sin un juicio
apriorístico, aunque el título era asaz elocuente, la artista escogió estampas
de mujeres en fábricas además de mostrar el hastío reflejado en el rostro de un
ama de casa. Un tema novedoso fue el de la vida carcelaria que también afectaba
al maltratado sexo débil, como se decía todavía en la España de la transición
hacia la democracia..
Toda
investigación que se precie respecto de la problemática de género no puede
soslayar ese conjunto de constricciones,
presiones, y de falacias fomentadas, y a veces ideadas, por la
televisión, los periódicos, las revistas, la publicidad, y ahora también en Internet. Asimismo a
través de las múltiples plataformas de la cultura popular, de masas global y
local, y de la alta cultura de las
pasarelas y de otros espacios se alimenta la espectacularización del cuerpo,
que edifican día a día sin tregua pero sin pausa el modelo o los modelos de
belleza imperantes. El movimiento feminista, más allá de sus sanas
discrepancias y de las estrategias dispares a llevar a cabo, suele coincidir en
el daño que ocasiona las imposiciones estéticas en la persona, generando poca
estima o falta de ella, claramente visibles en el comportamiento, en la
conducta, en la percepción del cuerpo, del estado de salud y de lo que se
entiende o se cree que se entiende como femenino o masculino.
Parece
lógico que tras haber analizado al detalle la importancia de la sociedad de
consumo respecto de la apariencia, haya una sección que contemple cómo el arte
desde técnicas distintas aunque privilegiando el vídeo y la fotografía pues a la postre se
centra en desentrañar las claves de las imágenes fabricadas en los media.
Algunos trabajos podrían estar incluidos en la sección dedicada a la performance
del género desmenuzada al principio. Así, tanto Representational Painting, 1971, de Eleanor Antin como Change.
My problem is a problem of a Woman
de la artista polaca afincada en Berlín,
Ewa Partum, insisten con un tono entre
pesaroso y elegíaco en la imposición social del maquillaje como si esto
fuese un requisito imprescindible para “ser mujer”. Las performances de
drag-queens, drag-kings y demás han demostrado que esta teoría tiene pies de
plomo. En el caso de Antin se establece una analogía entre su rostro y la
pintura que se llena de colores y manchas. Un tono más jocoso e irreverente
aflora en Ana Mendieta que juega con el
rostro, epicentro de la identidad, al que embadurna y ensucia, afeándose a propósito
en sus Facial Cosmetic Variations,
1972. El propósito de desfigurar su rostro y su cuerpo obedece en parte al
rechazo a ser encuadrada en el estereotipo xenófobo y racista de latina
caliente, es decir, exclusivamente de
mujer sexualizada y cosificada, que la artista cubana sintió en Estados Unidos[41]
El
maquillaje cumple su papel demarcador de género pero sería reductor decir que
en Standard la artista catalana Fina
Miralles se limitase a recopilar imágenes de revistas y publicaciones españolas
de cosmética. Standard, 1976, es un
trabajo de enorme calado, poco conocido aún, que se hizo en una ciudad entonces
ajena al mainstream de la modernidad
artística como Barcelona, claramente
alejada del circuito internacional del mercado capitaneado por Nueva York. El
proyecto cobró cuerpo en una performance en la que la artista aparece sentada,
atada a una silla de ruedas. Por la pared desfilaban cerca de setenta
diapositivas de dos tipos: en uno, una mujer mayor vestía a una niña; en otro,
se sucedían innúmeras imágenes de la mujer fabricada por los medios de
comunicación. A la par un televisor emitía un programa de resabios
sentimentalistas, dirigido a las mujeres. El aparentemente inocente acto de
vestir a una niña, parece indicar Fina Miralles, no es sino una forma eficaz de
moldear su personalidad, sus expectativas, sus preferencias y su devenir mujer.
De la misma manera los requerimientos y convenciones sobre la belleza externa
del cuerpo esculpen a las receptoras a partir de los paradigmas sociales, como
bien supo ver Eleanor Antin en una de sus piezas mayores, Carving: a Traditional Sculpture, 1973, en la que se ven fotos de la
artista después de haberse sometido a una dieta. De forma parecida la
protagonista del vídeo de Martha Rosler Vital
Statistics of a Citizen Simply Obtained, 1977, se pone en manos de los
médicos que la miden, observan y analizan como
conejillo de Indias. Este conjunto heteróclito de controles del cuerpo,
del físico, del comportamiento los sufre tanto una persona desconocida, como también
aquellas personas a quienes persigue la fama, como sucedió con Marilyn Monroe.
La artista croata Sanja Ivekovic, obsesionada con el trato sádico que los
medios depararon a Marilyn Monroe, compuso en 1975, Tragedia de una Venus. El
dispositivo empleado es semejante a su conocida Double Life: la yuxtaposición de una imagen procedente de una
revista junto a una foto personal que capta un momento de su vida. En este caso
se trata de una serie que contiene 20 parejas de fotos de 1949 a la fecha de
realización, en donde se presentan imágenes de la actriz norteamericana con sus
pies de fotos y, al lado, otras fotos de
la artista croata en gestos desenfadados y en el fondo disonantes con el
glamour artificial que rodeaba la vida pública de Monroe.
La
invasora y perniciosa presencia de los
medios en la configuración de papeles, roles y valores sedujo a Eugènia
Balcells. En Fin (1977) recoge la
última página de fotonovelas muy vendidas en la España franquista, dirigidas en
exclusiva al público femenino con reglas adocenadas y antiguas. También concibió
Boy meets Girl , 1978. En este caso
con un elenco iconográfico más internacional acumuló una serie de imágenes
mediáticas y del imaginario cinematográfico para ser proyectabas en dos tiras
paralelas que reflejan los distintos y cansinos modelos publicitarios de
feminidad y masculinidad. Que fortalecen por
otra parte el mito de la pareja heterosexual. Menos mal que a veces cabe
la fantasía y la ironía, como supo comprender Dara Birnbaum en su Technonology/transformation.
Wonder Woman, 1978/79, quien imagina las andazas de su supermujer que
aparece y desaparece por arte de magia.
La crasa o
idealizada realidad ficticia de la moda, la publicidad y las imágenes
mediáticas influye en la transmisión de valores de género y repercute de algún
modo en la construcción de la vivencia del espacio público y del privado y de
su diferente ocupación en función del género como ha estudiado Beatriz Colomina[42].
Lugares y
espacios concebidos socialmente para la mujer fueron diseccionados con generoso sentido del humor por Martha Rosler,
pongo por caso el paradigmático de la cocina ,representado en su vídeo de 1975 Semiotics of the kitchen. En él la
artista enarbola cada utensilio pronunciado por ella misma pero a medida que
desgrana el abecedario da a entender que el lenguaje y su articulación verbal
está impregnados de condicionantes de género. Por si fuera poco en este
imaginativo trabajo de Rosler el lenguaje y los cacharros de la cocina (cazo,
cuchillo, sartén…) adquieren un sentido alterado mediante la gestualidad que
aporta la artista cada vez que anuncia un nuevo utensilio: una gestualidad
dotada de sentido burlesco. Pero salgamos a la calle: es preciso reconocer que
la dicotomía entre el espacio privado, doméstico donde supuestamente reinaban
las féminas y el público en donde el varón ejercía y desplegaba sus ambiciones
fue cuestionado y puesto en solfa por
muchas voces feministas. Había pues que salir a la calle como lo hizo VALIE
EXPORT que se paseó por el centro de Viena sujetando con una correa a un
hombre, a la sazón Peter Weibel (Del
archivo de lo canino, 1969). A tenor de la sonrisa de la artista este acto
de afirmación del poder femenino resultó fructífero y divertido, y no sólo por
las reacciones de asombro de un público callejero poco o nada acostumbrado a
que alguien perturbase el orden urbano con
acciones de arte, y menos todavía una mujer. VALIE EXPORT recordaba que
la mujer había quedado relegada a un puesto subordinado, incluso entre los
provocadores e irrespetuosos accionistas. El espacio público es una
encrucijada difícil de determinar en el
que nacen conflictos y confrontaciones. Es el lugar de las protestas, de las
manifestaciones pero también el de los desfiles militares, el de las fiestas
controladas en tiempos de carnaval y el de las procesiones religiosas.
Demasiados experiencias con significación dispar. Para un sector considerable
del feminismo ocupar ese espacio, aunque fuese provisionalmente adquiría una
importancia vital. En esta exposición, desde diferentes partes del mundo, he
escogido propuestas disímiles pero significativas. Con Petjades, 1976, Fina Miralles recorre las calles de Sabadell, una población del cinturón
industrial cercana a Barcelona. A medida que camina Fina Miralles deja unas
marcas en el suelo con sus zapatos-tampón: su nombre y su apellido. En tiempos
en que el nombre y el valor individual del nombre de una mujer era nulo si no
se estaba casada, Miralles imprime en sus huellas su firme voluntad de agente
autónomo. Su deseo de ser sujeto que abomina del poder, inscrito en un nombre
basado en las reglas del patriarcado (la fuerza del apellido del padre,) y en
las del sistema heterosexista. En
aquellos años el marido controlaba la custodia de los hijos, la patria potestad
y hoy en muchos países las mujeres al casarse pierden su apellido, sustituido
por el de sus esposos. Al revés no sucede. Con el vídeo y las fotos de Petjades estamos ante un caso político de ocupación individual del
espacio público. A continuación me referiré a otra tipología de utilización
colectiva o grupal de la esfera pública. En 1978, diez años después de las
revueltas del mayo parisino y de que surgiera el Mouvement de libération des
femmes (MLF), que ha estudiado Elisabeth Lebovici[43], la artista
argentina afincada en Francia se apostó en uno de los puentes del Sena, el Pont
Marie. Pertrechada con una pancarta y rodeada de mujeres y de hombres, Lublin
la lanzó al río para que las aguas transportasen un cúmulo de preguntas
–algunas con resabios psicoanalíticos- sobre las discriminaciones de las mujeres
en la sociedad gala, sobre el cuerpo utilizado por el macho, sobre los
prejuicios misóginos. Lublin inquiere: ¿es la mujer una víctima sexual? ¿Una imagen inmaculada
¿Una puta? ¿un saco de esperma, ¿un falo al revés?, ¿el mal del siglo? El agua,
que algunos han interpretado como signo de la maternidad, aunque otras voces
discreparían de esa asociación, se llevó la propuesta titulada Dissolution dans l´eau. 17 heures Pont
Marie.
En esta
sección, quisiera referirme también a una acción claramente colectiva que no
tuvo lugar stricto sensu en un espacio abierto, aunque sí público, pues un museo a la postre ha de aspirar a
serlo.
Mónica
Mayer ideó en 1977 para el Museo de arte
Moderno de la capital mexicana un proyecto de indudable alcance participativo,
Su intención era facilitar que, aunque la obra se expondría en una sala del
museo, muchas mujeres –de facto participaron alrededor de ochocientas de
distintas edades, clase social y profesión- utilizaran un papel para escribir
lo que les desagradaba de vivir en México D.F. Los comentarios escritos en los
papelitos apuntaban a la grosería de los machos irredentos, al acoso de los hombres, al miedo a la violación
y casi a modo de terapia transmitían, a veces con humor, el hastío de un
sistema patriarcal, de consolidado machismo. Las papeletas fueron colgadas en
un hilo rosa (ojo a la significación del color) de tender ropa y dio pie al
título El tendedero. Las
papeletas pudieron ser modificadas por
el público que por allí pasaba y que se sumaba a la posibilidad de expresar su
pensamiento y su indignación ante el recalcitrante sexismo de la sociedad
mexicana. El tendedero tuvo
continuación en 1979 en California donde
se llevó, a petición de Suzanne Lacy, En este caso el lugar elegido fue una
biblioteca del barrio de Santa Mónica.
Esta es
una de las obras más conocidas de Máyer,
un nombre capital del feminismo mexicano, impulsora de colectivos como
Polvo de gallina negra junto a Maris Bustamante, en 1983 y que ha descollado en
el ámbito de la performance como demuestra
su libro Rosa Chillante[44].
Ha sido mi
intención trasladar en La batalla de los
géneros la complejidad poliédrica de una década de protestas, de
cuestionamientos del sistema patriarcal, de polémicas en el seno del feminismo,
de replanteamientos sobre el cuerpo, acerca del poder masculino, de crítica al
autoritarismo sexista inscrito en la educación, en las representaciones, en la
historia (también en la del arte como trataron con fortuna de plantear Linda
Nochlin y Ann Sutherland Harris en Women
Artists. 1550-1950[45]),
de disidencias respecto de la infrarepresentación de la sexualidad lésbica pero
también de las cuestiones relativas a la raza y las clases social
desfavorecidas –mucho más estudiadas desde los ochenta con la aparición de una
nueva generación de intelectuales, verbigracia bell hooks, Cherrie Moraga,
Audre Lorde, Gayatri Spivak, que contemplaron, entre otros asuntos, la necesaria ósmosis entre las realidades
poscoloniales y el género-.
Estos y
otros temas fueron auscultados desde ópticas asaz diversas, sin aspirar a la
exhaustividad que sería imposible. En gran parte el énfasis estuvo puesto en la
reivindicación de las micropolíticas, en las dificultades diarias, en la vida
cotidiana, de cariz tan distinto según el sexo en el que uno/a hubiera sido
marcado/a al nacer. Lo personal es político es una consigna rabiosamente actual
cuando se hurga en lo que sucede en cada casa, en casa familia (sea del tipo
que fuere: tradicional o no), en cada relación del ámbito laboral…Pero esa
consigna ha sido aviesamente utilizada para desprestigiar al feminismo (es
necesario hablar en plural porque la realidad feminista que es diversa
internacionalmente lo es[46]), cargando las
tintas acerca de que los asuntos de género son de orden privado y no se ocupan
de la macropolítica, de los temas de estado, de a política en mayúscula, de las
estructuras sociales de envergadura. Tales descalificaciones no han
desaparecido y se deslegitiman por sí mismas. Dicho esto, y dado que la guerra
es probablemente uno de los fenómenos de mayor trascendencia mundial que ha
sido generalmente percibido desde una visión exclusivamente viril, he creído
conveniente incluir en este proyecto algunas obras que escarban en los horrores
bélicos desde la atalaya del género. Dos trabajos, los de Nancy Spero y los de
Martha Rosler sobresalen. En el caso de la primera tanto Male Bomb (Swastika) y Sperm
Bomb, ambas de 1966, fueron pensados para imbricar el componente sexual
masculino con el uso destructivo de las armas[47] e incluso con
el nazismo. Spero es una artista que a lo largo de las décadas se ha propuesto
zambullirse en el tejido de la violencia que han sufrido las mujeres a través
de la historia, sea en épocas antiguas (Grecia, Mesopotamia, Egipto) como en
conflictos bélicos del siglo XX tales la segunda Guerra Mundial y Vietnam. En
los fotomontajes de Martha Rosler que ella mismo hizo circular en revistas
minoritarias en su momento, yuxtapone la supuestamente plácida vida doméstica
de la mujer blanca burguesa y sus tareas (Cleaning
the Drapes), con el espanto abominable de la guerra que afectó también a
los hombres, jóvenes y ancianos, amén de a las mujeres y a los niños. Rosler
sugiere en Bringing the war Home, First
lady (1967-72),que la muelle existencia de ricos y gobernantes, también
mujeres (primeras damas, en este caso, pues se trata de Pat Nixon), es cómplice
del horror a miles de kilómetros de distancia. Rosler huye de la
esencialización de la mujer, en exceso angelizada en algunos cenáculos
feministas que la consideran siempre buena e inocente, probablemente como
estrategia compensatoria por la historia de opresión en que estaban sumidas. Lo
que importa fundamentalmente, parece decir Rosler, son los actos, los hechos y
no la categoría identitaria o social en que uno/a haya sido englobado, aunque sea con buena
intención.
Esto me
conduce al final y a una reflexión sobre las manipulaciones de la historia y de
los mitos que en ocasiones se confunden
y entreveran con la historia factual. Por ello
creo oportuno incluir una sección que muestra la rebeldía ante la
transmisión de saber y conocimiento, que es una forma particularmente eficaz y
corrosiva de poder.
Lea
Lublin, en 1979, tras inspeccionar con lupa y minucia algunas obras omitidas o
borradas de la historia del arte descubre que una pintura de Artemisia
Gentilleschi se esconde una historia no narrada, olvidada, sepultada. En la
violencia de Judith que cercena el cuello de Holofernes, en las líneas y el
resquicio espacial que deja la espada decapitadora y las manos de las asesinas
(Judith y su ayudante) asoma un parto. El
medio del cuadro. Espacio perspectivo y deseos prohibido de Artemisia G, 1979 es el resultado
clarividente.
En el caso
de Ulrike Rosenbach se adentra en uno de los mitos más reproducidos de la
antigüedad, el de Hércules y sus proezas, lo que le mueve a investigar la
carencia de mitos femeninos de semejante tenor. Para ello entrevistó a un
historiador alemán y exploró también cómo los Hércules de antaño han adquirido
nuevas hechuras y se a convertido en los King-Kongs de muchas películas, en las
que las mujeres cautivas son simples juguetes. Rosenbach introduce una pantalla
en una imagen gigantesca del todopoderoso
Hércules desde la que la propia artista proclama insistentemente: Frau,
Frau (mujer). Desde los setenta con la tecnología al servicio de un discurso
impecable Rosenbach trata de revertir las visiones carpetovetónicas del Mito y
de la Historia, narrada incesantemente a los pequeños en la escuela, en los
libros de arte, a través de los viajes, en el turismo. Así es Heracles-Hercules-King Kong (1977). Un
resumen de la Grecia y la Roma clásicas, dos grandes poder de la civilización
occidental, con el añadido del nuevo imperio, el del cine norteamericano que
traslada la misma idea: el poder omnínodo del coloso masculino. En este ocasión
el gorila y su fuerza bruta parecen doblegarse ante el cuestionamiento incisivo
e investigador de Rosenbach.
Mary Beth
Edelson se enfrentó a la imagen más sagrada del Occidente cristiano. Sin
desdoro izo de la mitificada Última Cena (versión Leonardo da Vinci) un
encuentro entre importantes mujeres del arte producido en Estados Unidos. Las
caras de los apóstoles y de Cristo han sido reemplazadas en Some Living American Artists/Last Súper,
1972,. Georgia O, Keeffe es Cristo y entre los apósteles se cuentan
artistas tan relevantes como Louise Nevelson, Louise Bourgeois, Hhelen
Frankenthaler, Yoko Ono. Unas tiras de fotos rodean completamente la escena
hasta completar el número de 82 elegidas de forma arbitraria, como comentó la
misma artista que sí tomó en consideración la diversidad de disciplinas
artísticas y la variedad de razas.
Vagina Painting de la japonesa Shigeko Kubota podría
estar en otra sección, como la dedicada a la sexualidad y el cuerpo, pero he
querido introducirla en este capítulo pues la performance realizada en
1965 en el Perpetual Fluxus Festival de
Nueva York es de algún momento una obra protofeminista[48]. Pero tiene
otros significados: puede leerse como un
desacato ante el omnisciente poder de los artistas hombres que, por cierto, se
sintieron molestos con la misma Kubota. Y sobre todo también parece lícito
interpretarlo como una forma de ironizar sobre el poder hiperbólico que la
crítica de arte había otorgado a la abstracción capitaneada por el encumbrado
Jackson Pollock. Un gerifalte de la masculinidad exaltada y magnificada,
hacedor y “genio” del Action Painting (una manera de entrar en la historia del
arte), que Kubota desmitifica poniéndose
de cuclillas y pintando con su pincel sujeto a las bragas.
Una nueva
era empezaba a mediados de ese decenio y sobre todo a lo largo y ancho de los
setenta. Y ya nada podría ser igual en la historia del arte desde la aparición
de los diferentes feminismos y de la perspectiva de género, a la que también
contribuyeron algunos hombres, se consideren feministas o no, como también hay
mujeres que descartan ese apelativo (Marina Abramovic es el ejemplo más
sonado).
La batalla de los géneros es un proyecto que podría haberse
organizado o articulado de otro modo. Recuerdo de nuevo para los lectores los
distintos agrupamientos, secciones o capítulos que lo componen: género
performativo, Womanhouse, las estructuras de la violencia, la cuestión de la
naturaleza y el esencialismo, la problemática de la raza, la centralidad del
cuerpo y de la sexualidad, la cuestión de la maternidad y de la familia, los
condicionamientos del ámbito laboral, las constricciones de la belleza
estereotipada, la divisoria entre espacio público, privado y género, la guerra
como ejemplo de macropolítica, el peso de la Historia y del Mito. Obviamente,
se podrían haber elegido otras secciones, por enfatizar los conceptos relativos
a la mirada (pienso en Annette Messager y sus Approches, 1971) o porr dedicarle una atención preferente a los
colectivos feministas o por arrostrar los riesgos de preguntarse de si se puede
producir abstracción con contenido de género, como se ha sostenido en otros
foros de debate. Las opciones son muchas y algunas quedan abiertas. En el caso
que me ocupa he tratado de trazar una cartografía de una época -los setenta- rica y plagada de disputas ideológicas o estéticas que al
contrario de lo que a algunos/as pueda parecer se me antojan enormemente
positivas, de ahí el titulo de este ensayo “El beneficio de la discordia”. No
por ello me convencen todas las plataformas feministas. No me siento próximo de
las formulaciones del feminismo de la diferencia en su vertiente francesa,
italiana o estadounidense, pero de todas ellas he aprendido y mucho, como
también lo he hecho de artistas que rompieron moldes en el terreno lábil del
travestismo, del inconformismo sexual, y
por ello he dispuesto un capítulo destacado sobre la performatividad del
género, siguiendo de cerca –eso espero- las
visionarias teorías de Judith Butler.
Con mayor
o menor acierto he comentado, a veces con ligereza, algunas de las obras que se
exponen en La batalla de los géneros,
obras procedentes de muchos países, de diferentes culturas (Argentina, Brasil,
Turquía, Alemania, España, Estados Unidos…). Son más de cincuenta artistas. Puede
parecer desmedido pero me pareció justo, de algún modo, para poder reproducir
con cierta fiabilidad el calidoscopio poliédrico del arte empapado de género,
política y rebeldía de los años setenta.
[1]
Se trata de dos antropólogas que enfatizaron que los tipos de relaciones que se
producen entre hombres y mujeres obedecen a procesos sociales y culturales. Su
libro se publicó en Cambridge y Londres por Cambridge University Press, 1981.
[2]
En este estudio publicado por Columbia University Press en 1988 la autora
concede gran significación a la relación entre el género y el poder,
particularmente subraya que el género funciona como un territorio a través del
que se articula el poder.
[3]
Sobre las personas intersexuadas es muy destacada la labor del activista Mario
Cabral en Argentina. Sus reflexiones pueden leerse en Cuerpos Ineludibles, ed. a cargo de Josefina Fernández, Mónica
D´Uva y Paula Vitutto, Buenos Aires, Ediciones de Ají de Pollo, 2004.
[4]
Me refiero a los argumentos expuestos por Judith Butler en Deshacer el género, Barcelona, Paidos, 2006.
[5] Rosi Braidotti with Judith Butler “Feminism
by Any Other Name”, en differences. A Journal of Feminist Cultural
studies, 6 2+ 3, 1994, Indiana University Press, pp. 43-44
[6]
Rosi Braidotti, Nomadic Subjects,
Columbia University Press, 1994
[7]
Monique Wittig, “Le point de vue, universel ou particulier”, prefacio al libro
de Djuna Barnes, La passion París,
Flammarion, 1982.
[8]
No son por supuesto las únicas exposiciones en que se aboga por centrarse en
exclusiva en obras creadas por mujeres. Dos casos recientes como Global Feminims del Brooklyn Museum of
Art, 2007 y Kiss Kiss Bang Bang del
Museo de Bellas Artes de Bilbao, 2007, resultan discutibles, pues desde una
perspectiva del arte reciente en el primer ejemplo, y de un recorrido
ahistórico en que se mezclan obras pioneras de los setenta con otras elaboradas
en los últimos años, como sucede con la segunda, se omite la posibilidad de la
dinámica feminista en los creadores hombres.
[9]
Connie Butler, “Art and Feminism. An Ideology of Shifting Criteria” en el
catálogo Wack. Art and The Feminist
Revolution, MOCA, Los Angeles, publicado por MIT Press, 2007, p. 22
[10]
Eduardo Haro Ibars, Gay Rock, Ed.
Júcar, Madrid, 1975
[11] Ibidem,
p. 40
[12]
David Cooper, La muerte de la familia,
Ariel, Barcelona, pp. 133-134
[13]
Texto de Martine Lanini, “Travestis” en el catálogo Transformer. Aspekte der Travestie”. Se trata de una publicación
que cuenta también con contribuciones de
Peter Gorsen y Patrick Eudeline y que corresponde a una exposición comisariada
por Jean- Christophe Amman realizada en el Kunstmuseum, Luzern, del 7 marzo
hasta el 15 abril de 1974. Itineró a la Neue Galerie Am Landesmuseum Joanneum,
Graz, y al Museum Bochum, Kunstsammlung, ya en 1975. Texto sin paginación.
[14]
Richard Dyer, “Don´t Look Now. The Male Pin Up”, Screen, 16, 1982
[15]
Julia Hountou, “De la carnation à l´incarnation” en el catálogo Michel Journiac, Les Musées de
Strasbourg, 2004, p. 90.
[16]
Catálogo Carlos Pazos, Barcelona,
Sala d´exposicions de l´obra cultural de la Caixa de Pensions, 1982. Entrevista
realizada a Carlos Pazos a cargo de Rosa Queralt, s.p
[17]
Soy deudor de la lectura que propone el crítico de arte chileno Justo Pastor
Mellado en su texto “Eugenio Dittborn: la coyuntura de 1976-1977”, disponible
en su página web: www. justopastormellado.com
[18]
Comentarios de Justo Pastor Mellado como respuesta a una pregunta mía sobre la
relevancia del género en el arte producido en Chile en los setenta. Email de 12
de febrero de 2007. Nelly Richard publicó sobre la obra de Carlos Leppe entre
1974 y 1980, Cuerpo correccional,
Santiago, Francisco Zegers editor, 1980.
[19]
Véase el texto de María Laura Rosa en este catálogo.
[20]
Womanhouse de Arlene Raven en The Power of Feminist Art. The American
Movement of the 1970s. History and Impact, ed. a cargo de Norma Broude y
Mary D. Garrard, Abrams, Nueva York,
1994, pp 48-65
[21]
Es importante resaltar el valor semántico del termino cunt (coño) que conlleva una carga peyorativa, una injuria de
enormes dimensiones. La reivindicación del cunt-
art, arte del coño centrado en la iconografía vaginal partía de la
necesidad de dotar de un valor positivo a los genitales femeninos en una
sociedad falócrata. Kate Millet escribió sobre ello en Sexual Politics, 1970.
[22]
Una reflexión visual de lo que representó Valerie Solanas la compuso la artista
británica Margaret Harrison en sus dibujos, por ejemplo en The little Woman at Home, 1971, que representa a una temible mujer
que planta su pie sobre una caja Brillo. Para un entendimiento de la figura
compleja y controvertida de la autora del SCUM Manifesto, véase Catherine Lord
en su texto “Notes on Beatification: The Case for Valerie Solanas, Journal of Aesthetics and Protest, Otoño
2006.
[23]
Véase los textos de Pilar Parcerisas, “De la naturalesa a la naturalesa” y de
Assumpta Basas, “Fina Miralles: natura, cultura i cos femení, una perspectiva
des del gènere” en Fina Miralles. De les
idees a la vida, Museu d´art de Sabadell, 2001.
[24]
Para el conocimiento de esta obra colectiva me he basado en el estudio de Diane
Quinby, “L´oeuvre à plusieurs dans le parcours de Nil Yalter”,
investigación inédita, 2006.
[25]
Luisa Muraro, L´ordine simbolico della
madre, Roma, Editori Reuniti, 991
[26]
Hay excepciones a la regla. El nombre de Claude y Dominique sirven para mujeres
y hombres.
[27]
María-Milagros Rivera Garretas, Nombrar
el mundo en femenino. Pensamiento de las mujeres y teoría feminista,
Barcelona, Icaria, 1994, p. 226
[28]
Conversación entre Mary Beth Edelson y el autor de este texto en el estudio de
la artista, Nueva York, 17 abril 2007.
[29]
En un texto de Laura Cottingham, “Shifting Signs. On the Art of Mary Beth
Edelson” se hace alusión al interés de la artista por la mitología colectiva y
a su participación en un seminario sobre teoría jungiana, Una influencia de la
que se desmarcaría posteriormente Véase el catálogo The Art of Mary Beth Edelson, publicación de la artista, Nueva
York, 2001, p. 27
[30]
Entre las ideadoras de Heresies estaban Lucy Lippard, Nancy Spero, Mary Beth Edelson, Joan Semmel…
Véase Writing and righting) Wrongs: Feminist Art publications de Carrie Rickey
en The Power of Feminist Art. The
American Movement of the 1970s, History and Impact, ed. Norma Broude y Mary
D. Garrard, Abrams, Nueva York, 1994, p.
126
[31]
Texto de Katy Deepwell, pp. 72-74 en Kiss
Kiss Bang Bang. 45 años de arte y feminismo, Bilbao Museo de Bellas Artes,
2007. Exposición comisariada por Xavier Arakistain.
[32]
Faith Ringgold, We Flew Over te Bridge:
The Memoirs of Faith Ringgold, Boston, Little, Brown, 1995, p. 175
[33]
Fabienne Dumont, “Art et féminisme: années 70 France. Un contexte houleux et
des oeuvres décapantes”, ponencia presentada en la escuela de arte La Cambre de
Bruselas en marzo de 2006.
[34]
Véase Juan Vicente Aliaga, “La vida está en nuestras manos. Cuestiones de género,
feminismo y violencia en la obra primera de VALIE EXPORT” en el catálogo VALIE EXPORT, Montreuil, Editions de
l´Oeil, 2003, p. 91
[35]
Véase The Evening Standard, Londres,
28 de febrero de 2006, artículo de Tom Teodorzuck, Reproducido en la página web
de la artista: www.coseyfannitutti.com
[36]
Véase el suculento texto de Richard Meyer, “Hard Targets: Male bodies, Feminist
Art, and the Force of Censorship in the 1970s” en Wack!
Art and thhe Feminist Revolution, Moca, Mit Press, 2007, pp. 362-383.
Richard Meyer ha salido al paso de la controversia generada sobre la
conveniencia o no de que la portada del catálogo de la exposición del Moca
contase con una obra de Martha Rosler, Body
Beautiful or Beauty knows No Pain: Hot House or Harem, 1966-72, que muestra a una pléyade de mujeres desnudas procedentes de revistas porno. “Feminism Uncovered” en Artforum, verano, 2007, pp. 211-212 y 538
[37]
Gayatri Spivak habló de la doble colonización y a la hegemonía occidental del
feminismo blanco y de clase media que ignoró durante mucho tiempo las distintas
formas de vivir la feminidad en distintas partes del planeta. Así cuestiones
como la violación aprobada tribalmente en países como Pakistán o el tráfico de
mujeres subsaharianas o la ablación son terribles experiencias por las que no
pasan las mujeres occidentales. Gayatri Spivak, Can the Subaltern Speak?, 1985.
[38]
“Video Magic” de Peter Wollen, en Electronic
Shadows. The Art of Tina Keane,Londres, Black Dog Publising, 2004, p. 37
[39]
Mucho mejor soportan el paso del tiempo las películas de Chantal Akerman, sobre
todo Jeanne Dielman. 23 Quai du Commerce
1080 Bruxelles, 1975, y también el
corto Thriller de Sally Potter, 1979.
[40]
Anne Tronche, Gina Pane, actions,
París, ed, fall, 1997, pp. 94-97
[41]
Véase el catálogo Ana Mendieta,
Santiago de Compostela, CGAC, 1996.
[42]
De esta autora se lee con provecho Espai
i Sexualitat, Barcelona, Universitat Politécnica de Catalunya, 1997, y Doble
exposición. Arquitectura a través del arte, Madrid, Akal, 2007. En este
segundo libro se incluye jugosos estudios sobre Le Corbusier y Louise Bourgeois
desde una perspectiva de género.
[43]
Me remito al texto de Elisabeth Lebovici incluido e este catálogo. Este
investigadora junto a Catherine Gonnard
es la co-autora de Femmes
artistes/artistes femmes. De 1880 à nos jours, París, Hazan, 2007. Véase también Vraiment Féminisme et Art, Grenoble, Le
Magasin, 1997, un polémico catálogo percibido como imposición angloamericana,
que fue diseñado por Laura Cottingham que mezcla obras de artistas que
trabajaron en Francia con otras que lo hicieron en Estados Unidos.
[44]
Rosa Chillante, Mujeres y performance en
México, AvEdiciones, 2004. Me remito al texto de María Laura Rosa sobre
feminismo en Latinoamérica incluido en este catálogo.
[45]
Este es el título de la primera gran exposición que recorre cuatro siglos para
corregir, recomponer y reequilibrar el
canon masculinista que había excluido, con la complicidad de historiadores del
arte, por ejemplo H. W. Janson, a muchas mujeres artistas de valía como
Artemisia Gentilleschi, Angelica Kauffman, Anne Vallayer.Coster y un largo
etcétera. Tuvo lugar en el Los Angeles County Museum, en 1976, y posteriormente
viajó al Brooklyn Museum de Nueva York. Linda Nochlin fue autora del pionero
ensayo: Why Have There Been no Great
women Artist? que publicó la revista Art
News en enero den 1971. Se ha
reimpreso en Linda Nochlin, Women, Art
,Power and Other Essays, Nueva York, Harper and Row, 1988.
[46]
Sobre la necesidad de insistir en la diversidad de feminismos y de una
perspectiva flexible que los contemple según corrientes, puntos de vistas,
países y culturas véase Maura Reilly “Introduction. Towards Transnational
Feminisms” en Global feminisms, New
Directions in Contemporary Art, Brooklyn Museum, Merrel, Nueva
York/Londres, 2007.
[47]
Sobre la vinculación de la sexualidad viril, la violencia misógina y la guerra véase el ensayo de Joanna Bourke,
An Intimate History of Killing.
Face-to.face Killing in Twentieth Century Warfarre, Londres, Granta Books,
1999.
[48]
Así la define Kristine Stiles en “Entre el agua y la piedra. El performance en
Fluxus: una metafísica de las acciones” en Fluxus
y fluxfilms. 1962-2002, MNCARS, Madrid, 2002, p. 173